Cuando era niña me parecía que la Navidad era una maravilla. En casa de mi abuela Timoteo ponía un árbol hermoso con ornamentos finísimos de purísima verdad y colocaba foquitos en los tres pinos araucarias que estaban en el jardín de enfrente, el que daba a la Vía España. Los días veinticinco íbamos todos los nietos a esa misma casa a comer arroz con pollo y seguro una bolita de helado de postre. Muy sencillo todo y no recuerdo multiplicidad de fiestas. El almuerzo donde la abuela era la principal, y casi siempre única, actividad navideña familiar.

En mi casa era trabajo de todos poner el árbol después de que mi mamá ponía los focos —o alguien más pues no recuerdo a mi papá cerca del árbol— y lo más delicado era colocar las “lágrimas”, aquellas delgadas tiritas como de papel de aluminio una por una en las puntas de las ramas. Hacíamos nuestra lista para Santa o el Niño Dios y, como estábamos de vacaciones, pasábamos la mayor parte del tiempo jugando en el patio, hasta que mi mamá nos llevaba con el dinero ahorrado de las meriendas a comprarle algún regalito a cada uno de los hermanos. No se asusten, podía ser un paquete de chicle.

Ya más grandes, ayudábamos a envolver los regalos y armar las canastas para los colaboradores de la empresa de mi papá, los inquilinos del edificio donde vivíamos y acompañábamos a mi mamá a repartir los regalos de los ahijados, los de mi papá siempre más numerosos. Era trabajo, pero se disfrutaba en familia. Luego de la partida de mis abuelos, para la Nochebuena por años nos seguimos juntando y la casa se rotaba entre mi mamá y sus hermanos, hasta que cada familia se hizo demasiado grande y las reuniones se fueron separando.

En “estos tiempos” la cosa es ¡ufff! mucho más complicada. Para empezar las mamás trabajan a la par de los papás lo cual les deja menos tiempo para organizarse para asuntos no profesionales. Ya no basta con poner un arbolito en casa, no señor, hay que poner ochocientas guirnaldas, diez coronas, detalles en todas y cada una de las mesas de la casa (que luego hay que reempacar) y por ahí va la cosa. Y ya que la casa y el vecindario están decorados pues la cena de Nochebuena tiene que ser un “production”.

Eventos, ni se diga, son millones. Hay que armar un calendario solo para poder llevar la cuenta de qué día y a qué hora hay que ir adónde. Y con esto de los chats de Whatsapp se forman unos arroces con mango que no es raro que los invitados lleguen a las fiestas en el día equivocado. Hay que comprar regalos para los amigos secretos de todos los departamentos por los que uno circula, para las amigas del coffee, para las de las tardes de verano y para las que se visten de verde para cada almuerzo.

Y pasada la fecha en que supuestamente deberíamos reflexionar sobre la venida de Jesús, el salvador, queda el estropicio que escasamente hay tiempo de recoger pues hay que salir volados para los campamentos de verano de los chiquillos. ¿Tsunami o qué?

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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