Debo contarles sobre una rarísima ocurrencia en mi vida, un evento para mí hasta ahora desconocido y que a pesar de estar en un pasado -reciente debo añadir- no logro sacarlo de mi mente, quizás porque me preocupa que se pueda repetir. Sucede que el viernes pasado no hice absolutamente nada. Nada.

Cuando digo nada quiero que entiendan que no trabajé, no miré mi celular para enterarme de la vida de los demás, no leí ni una línea, no me levanté a comer algo hasta bien terminado el día, y creo que ni siquiera dediqué unos minutos a pensar. Sencillamente, no hice nada.

Mientras transcurría el tiempo del día en cuestión no estaba completamente consciente de lo que estaba pasando. Sabía que pasaban imágenes por la pantalla de la televisión que por momentos me interesaban, pero que quede claro que para mí ver televisión -aunque me gusta y me entretiene- no es una actividad productiva ni mucho menos. Cae en la categoría de no hacer nada.

Ese día en mi cabeza no se hicieron planes, no se anotó una letra en la agenda, no se revolvió un cajón para luego ordenarlo, no se tostó una rebanada de pan, fue como les he dicho, el día en que no hice nada. Siendo como es, algo tan distinto e importante, lo he anotado en las páginas de mi vida -este diario- para que no se me olvide jamás. Nunca pensé que llegaría ese día.

Busco en mi conciencia algún sentimiento de culpa por el desperdicio de tiempo -algo que otrora hubiera aparecido aun sin buscarlo- y no lo encuentro.

Fue una frescura de tal magnitud que por lo visto ni siquiera califica para hacerme sentir mal. Quizás el único pensamiento de algún valor que vino a mi mente ese día fue que, así como el coronel Aureliano Buendía recordaría frente a la muerte el día que lo llevaron a conocer el hielo, y yo algún día grabé aquel en que mi papá me llevó a conocer el cheesecake, ahora tenía “otro día” que valía la pena bautizarse. Eso me pareció divertido, muy divertido.

Hasta hoy, que comparto con ustedes, no le había contado a nadie del día que perdí por completo, quizás inicialmente me daba un poco de vergüenza reconocer la vagancia total que había ejercido, pero luego de pensarlo mucho he decidido que todo el mundo en 62 años tiene derecho a robarle un día a la vida para no hacer nada. Lo que no sé es si habrá otro, pues no creo que viva 62 más, ese parece ser el término de aparición de los días de no hacer nada.

Porque hice el ejercicio de buscar otro y ni siquiera en los días de enfermedad y tristeza hubo alguno. Jamás. Me veo en camas de hospital con la computadora en el regazo tratando de terminar algún trabajo que enfrentaba su fecha de entrega, de niña con los fiebrones que me daban cada vez que se me infectaba el oído o la garganta, me sobraba algo de energía, aunque fuera para leer un paquín, que yo sé que se llama pasquín, pero jamás podré usar ese nombre.

Así pues, llegué al final de mi examen y fue ese concluir que un día perdido en 62 no es la gran cosa y que no pasará nada si se los cuento. Ya saben, ya cuento en mi vida con “el día en que no hice nada”. ¿Habrá que usar mayúsculas? Yo pensando que a lo mejor es nombre propio.