Es común que las personas de fe confíen en que cualquier necesidad que tengan, el Señor se encargará de suplirla. Sin embargo, cuando hurgamos un poquito más allá, cuando quitamos las capas de lo que parece haber ocurrido por arte de magia, descubrimos que detrás de esa “provisión” había alguien haciendo, alguien completando acciones concretas, alguien pidiendo, alguien soñando.
Y la clave de este asunto es el verbo soñar. Eso fue lo que hizo Sor Lourdes Reiss toda su vida, soñar que estaba en sus manos darle a cada niño que llegara a su regazo la oportunidad de tener una vida mejor. La oportunidad de sentir suficiente amor a su alrededor para crecer con una autoestima saludable, de tener una educación digna, de poder aspirar a ser algo más que un huérfano o un niño abandonado. Ella luchó porque del Hogar San José de Malambo salieran ciudadanos honestos, respetuosos y capaces. Ciudadanos que aportaran a la sociedad.
El prodigio de la vida de Sor Lourdes fue que ella no limitó sus sueños al entorno de su vida religiosa; eran demasiado grandes y allí no cabían. Así fue contagiando a gente de todos los estratos sociales, de muchas religiones, hombres, mujeres, jóvenes, nadie se salvó de ser inoculado con su entusiasmo. Conocerla era quererla, no necesariamente entender su forma de trabajar, pero no había nada que entender. Resultaba suficiente premio ser testigo de cada uno de los milagros que lograba.
Milagros como edificar una capilla para la que no había dinero (pero luego hubo) y tener una granja para suplir las necesidades alimenticias de cientos de niños; tener una escuela propia porque era peligroso que sus niños dejaran las instalaciones; edificar un edificio para albergar niños VIH positivos, cuando el grueso de la población no se atrevía ni a tocarlos con una vara de cinco metros; lograr la forma de llevar a los niños que así lo necesitan a recibir servicios médicos en el Hospital del Niño, o cualquier otro centro hospitalario, y salvarle la vida a quien tuviera una urgencia, más no los medios económicos para resolverla.
No había nada inalcanzable para ella. Si por un camino se encontraba un obstáculo, sabía cambiar de rumbo a toda velocidad con tal de llegar a la meta que se había propuesto. No conocía la palabra imposible, nada era imposible para ella. Quizás hubo asuntos que le parecieron un poquito difíciles, mas imposibles jamás. Porque conviene recordar que para Dios no hay imposibles. Y ella creía en Dios. Y gracias a esa fe inamovible caminó siempre con paso firme, jamás una duda nubló su visión. Enseñó con su ejemplo que hay que ser agradecido por todo lo que uno recibe y nos recordaba a diario que la educación abre cualquier puerta.
Les cuento que yo solo tuve oportunidad de compartir con Sor Lourdes una o dos veces en mi vida. No necesité más para entender la misión que se le había confiado y que ella cumplía al pie de la letra. Hoy, que toca despedirla, pienso que corresponde agradecer la buena fortuna que tuvo nuestro país y que tuvimos todos los panameños de recibir un regalo de ese tamaño. Quedará en nuestras manos ayudar a que su labor continúe, a que su sueño no muera. Seguramente, como afirmaba, “Dios proveerá” y ella nos vigilará desde el cielo.
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