Buena parte de mi infancia y juventud la pasé bajo el sol. No sé si esa afirmación es técnicamente correcta pues, pensándolo bien, la humanidad entera vive bajo el sol. Yo me refiero a estar recibiendo de forma directa y constante los rayos solares. Quienes nacimos a mediados de los años cincuenta no sabíamos estar dentro de la casa, a menos, claro, que estuviera diluviando y ni así, pues bañarse en el aguacero no era en ninguna circunstancia prohibido.

Sumo a esos juegos en exteriores, que practicábamos durante el recreo en el patio del colegio y en los patios de las casas una vez que terminaba la jornada escolar, los paseos semanales a Taboga y luego al lago Madden, las clases de natación que tomamos casi hasta graduarnos de secundaria y, las horas y horas que pasábamos en la piscina. Sumo también aquellas horas, que, intercaladas con los períodos de remojo, usábamos para asolearnos como iguanas tendidas sobre una toalla y bien untadas con aceite para bebé que era lo que promovía el “quemado” (porque no era bronceado) más rápido.

No sabíamos nada de cáncer de piel ni de bloqueadores solares ni de ninguna otra forma de protección contra los rayos ultravioleta. Es más, éramos las personas como yo, con piel naturalmente color oliva las que podíamos ostentar siempre el mejor bronceado pues quienes eran blancos “alabastrinos” como decían las abuelas, se ponían muy colorados y luego mudaban la piel sin jamás obtener el doradito tan ansiado. Pasado el tiempo fuimos aprendiendo sobre los daños de la excesiva exposición al sol y nuestros hijos crecieron mucho mejor protegidos que nosotros. Basta ver todo el espacio que ocupan hoy en día en los comercios los protectores solares de todo tipo.

Ya saben que en los meses de abril y mayo pasé catorce días caminando de León hasta Santiago de Compostela. Antes y después pasamos mucho tiempo caminando por ambas ciudades para conocer lo más posible de cada una. Cada mañana de todo el tiempo que estuvimos en España nos embadurnábamos con una capa respetable de bloqueador solar. Durante los días de Camino esta se reforzaba tres o cuatro veces más porque ya saben que el sudor y el tiempo se encargan de hacerla desaparecer. A pesar de todas las precauciones, incluyendo camisas de manga larga, siempre “se nos pegó el sol” y arribamos al suelo patrio “doraditos”, o por lo menos eso fue lo que me dijo alguien hace un par de días.

Honestamente, no supe si ponerme feliz o triste. Feliz porque no niego que en aquellos años de juventud en que ese era el color de moda, fui feliz luciendo mis ropas blancas que resaltaban el color de la piel y triste porque, sabiendo como sé, que pocas cosas buenas deja el exceso de sol y a pesar de todas las precauciones, el sol ganó esta batalla. ¡Qué remedio! No se puede tener todo en la vida. Disfruté el Camino como se disfruta una actividad de esa envergadura y el tan no me la va a arruinar. Además, siempre contribuye a la autoestima sentirse como de quince.