Hola amigos, hoy vengo a contarles sobre una experiencia muy interesante que mi esposo y yo vivimos recientemente. Ocurre que nuestro hijo celebra este año su décimo aniversario de matrimonio.
Viviendo, como vive en Estados Unidos, necesitaba voluntarios para que su casa siguiera funcionando. Su esposa estuvo casi un año planeando esta luna de miel, que en realidad vale por la original pues cuando se casaron viajaron directo a sus puestos de trabajo así es que nos reclutó con tiempo. Por supuestísimo que dijimos que sí fascinados a pesar de que eran tres semanas. Dos que ellos viajaban más unos días antes para “recibir” y entrenarnos con las rutinas y un par al final para devolver todo en orden
La vida allá transcurre un poco diferente pues el lugar donde viven les permite que sus hijos de nueve y siete años viajen diariamente a la escuela en bicicleta, llueva, truene o relampaguee; semanalmente tocan machín en la biblioteca pública que les queda a cinco minutos en carro y devuelven la remesa de libros de la semana y sacan otra. Todo muy fácilmente pues se la conocen al dedillo, así es que llegan, recorren los pasillos, van sacando lo que les interesa, se sientan en alguna mesa a repasar lo que llevan o se inclinan por alguna de las manualidades que ofrecen y luego ellos mismo van y escanean lo que van a sacar y listo y frito.
Claro que, igual que la mayoría de los niños del universo, tienen sus actividades extracurriculares a las que hay que llevarlos, pero gracias a Dios nos dejaron un calendario bastante detallado de cómo, cuándo y dónde había que estar para cada cosa. Todo lo que les he contado hasta ahora nos era bastante conocido pues lo habíamos vivido en visitas anteriores, quite o ponga una clase de música o algo así.
Lo que sí era totalmente nuevo… era el perro. Un cachorro de raza Vizla, que aclaro jamás había oído mencionar, ni visto. Con siete meses de edad, ya tiene la fuerza y la energía suficientes para sacarle a uno el jugo. Tuve que viajar a los años setenta y traer de los senderos de la memoria aquellas técnicas que alguna vez aprendí para tratar de civilizar a un dálmata locario que tuve por aquellos días. Fue lo que fue.
Independientemente de los pequeños (y a veces grandes) destrozos que encontrábamos al volver a casa, obra del susodicho personaje, pasamos tres semanas fabulosas, cansadas, pero fabulosas porque ¡ojo! los quince los dejamos atrás hace rato. Les voy a contar un secreto y anótenlo porque puede cambiar sus vidas: cuando los abuelos se quedan solos con los nietos (sin los papás y sin nanas y sin ningún otro ser humano por los alrededores) por un tiempo más allá de un fin de semana la relación que florece es indescriptible. ¡No hay competencia!
Y para nuestra buenísima suerte los niños son bastante obedientes, niños, pero obedientes y siempre contábamos con ayuda de los otros abuelos cuando fue necesario y ni se diga de los vecinos que hasta paseaban al perro. Fue tan intensa la entrega que casi, casi los dejamos hablando español. ¡Para eso tendremos que repetir visita sin papás!
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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