En las clases de ciencias aprendíamos que hay animales terrestres, acuáticos y aéreos y que los humanos somos básicamente terrestres, sin embargo, hay días en que siento que en mí se confirman las teorías de que antes del Homo sapiens, y otros antepasados conocidos, fuimos criaturas cien por ciento acuáticas.

Cuentan los científicos que poco a poco las aletas se fueron convirtiendo en las extremidades como las conocemos hoy en día, llámese brazos, piernas, dedos y demás. Por supuesto que no tengo ni aletas ni escamas ni ningún otro vestigio de nuestra vida marina de hace trescientos setenta y cinco millones de años, pero lo que no se me quita es el gusto por el agua.

A veces me pregunto si es porque la genética ancestral me llama o si paso a ser prueba de otra teoría: esa que dice que la crianza priva sobre la genética. Podría ser porque en casa las actividades acuáticas siempre estaban presentes. Ayer nada más, siendo domingo y con un clima agradable más no soleado porque ya yo me he asoleado todo lo que el manual permite en una vida, me fui a la piscina de mi edificio.

Me fui sola porque mi marido no es tan acuático como yo. Su gusto por el agua va más inclinado a darse baños de horas de horas, mientras que yo soy más de pasar debajo del chorro para proseguir lo antes posible con el resto de mis actividades diarias. Eso sí, cuando incluyo los ejercicios al final del día tengo que bañarme antes de acostarme.

No había absolutamente nadie en aquella poza lo que me permitió disfrutarla a mis anchas. Caminé, nadé estilo libre, solo patadas, pecho, todo menos mariposa que es probablemente el estilo que menos me tienta. Y es que como mi papá era aficionado a las lanchas, al mar y al lago, siempre se ocupó de que nadar fuera una de las destrezas que todos debíamos dominar desde muy niños. Fue así como pude añadir a mi lista de celebridades conocidas el nombre del mismísimo Adán Gordón, quien nos atendía a la hora de almuerzo en la piscina olímpica que hoy lleva su nombre.

Y, aunque aprendimos a nadar muy bien en la infancia, más adelante siguieron los profesores de natación hasta casi la edad adulta. Recuerden que en aquellos días todo lo que tuviera que ver con aprender era obligatorio. Tenía que ser pues nuestras aventuras en lancha no se limitaban a llegar hasta Taboga, incursionábamos mucho más lejos y en múltiples ocasiones debimos sortear horribles temporales.

Esquiar en el Lago Madden (ahora Alajuela) ocupó nuestros domingos por años y ante la posibilidad de un descalabro de aquellas tablas que usábamos en los pies, dominar la natación era requisito ineludible, además de usar salvavidas.

Les cuento que debo protegerme mucho del sol y lo hago, pero honestamente no puedo resistir la tentación de meterme en cualquier charca, poza, río, mar, piscina o aguacero que se me atraviese. Ya lo saben pues, además de ser hija del maíz, con frecuencia siento reverberar dentro de mí aquel pez horrendo que un día quiso conocer la tierra y se aventuró hacia aquellos parajes desconocidos en los que hoy habitamos.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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