Cuando salió la primera versión de Mary Poppins se creó un furor entre los niños y jóvenes. Esa Navidad todas las niñas queríamos que Santa nos trajera una bolsa de Mary Poppins.

Trataré de describirla lo mejor posible recurriendo a mi memoria y a mis pobres capacidades descriptivas. En primer lugar, era de PP (puro plástico), por lo menos las que llegaron a Panamá para la venta. Tenía la forma de la maletita con que la niñera llegó a casa de la familia Banks. Era durita, aunque la de la película daba la impresión de ser suave. De base rectangular dura, las paredes subían hasta llegar a una pieza larga de metal cubierta por “la tela” que iba tomando forma de una especie de cúpula.

Integrada lo que parecía una visagra que ayudaba al cierre hermético de la bolsa. Todas las que recuerdo tenían diseño de flores. Por dentro, un gran espacio lleno de nada.

Yo no sé para el resto de la gente, pero puedo dar fe de que cuando bajo el árbol de Navidad de mi casa amanecieron dos de estos artefactos, tanto mi hermana (la que me sigue porque somos cuatro, pero las otras eran muy pequeñas) como yo fuimos las niñas más felices del universo. Echando para atrás en el tiempo y comparando con lo que veo hoy en día, no puedo menos que esbozar una sonrisa al comprobar una vez más que por aquellos días -1964- los niños éramos capaces de inventarnos un universo entero de diversión a partir de una bolsa vacía.

Esa maletita se volvió compañera inseparable de muchas niñas y allí vivían -junto con cualquier cosa que se nos ocurriera meter, desde la muñeca con sus vestimentas, hasta un cepillo, una tijera, dos hojas de papel, un libro de cuentos o sencillamente un cuento imaginado- horas y horas de entretenimiento. ¡Qué fácil era ser niño por aquel entonces!

No se necesitaba una cuerda especial llena de arandelas para saltar soga. La que encontrábamos en un rincón del garaje bastaba para que toda la gallada jugara horas y horas; ahora que lo pienso, la mayoría de los juegos incluían algún tipo de ejercicio físico, por lo que asumo que casi todos éramos niños fit sin tener que ir al gimnasio.

No se nos ocurría entrar a la casa antes de la hora de la cena, pues el patio o las calles del vecindario ofrecían mucho mejor entretenimiento. Además, muchos nacimos antes de que la televisión llegara a Panamá y cuando llegó transmitía solo un par de horas al día. El resto del tiempo estaba la imagen del indio norteamericano con una pluma en la cabeza y unos signos que no entendíamos. Pero no nos hacía falta, pues lo que escaseaba era el tiempo para recolectar mudas de cigarra o poner a los “piojitos” a hacer carreras.

Hoy, sentada frente a mi escritorio sabiendo que afuera la brisa de verano está en su punto de caramelo, me ataca el deseo irreprimible de salir a disfrutarla, aunque sea caminando de aquí para allá y quisiera de todo corazón que mi pequeña tropa de nietos tuviera las mismas oportunidades que tuve yo de entender que para divertirse basta un palito.