Desde que tengo memoria me levanto temprano por las mañanas. No sé si es algo genético o sencillamente una costumbre adquirida gracias a la manía de mi papá por no dejar dormir a la gente.
Siendo ingeniero que inició su carrera a mediados del siglo XX, su día empezaba pocos minutos después que salía el sol visitando los proyectos que tenía en progreso. Terminaba mucho después de la puesta del mismo astro que lo había despertado. Cuando yo iba a kínder, y la familia vivía más allá de donde llegaban los buses escolares, solía llevarme en su Jeep de trabajo antes de empezar sus rondas.
Lo de las madrugadas no se reservaba exclusivamente para los días de semana, no señor, aficionado como era a sacar su lancha los domingos, este se convertía en un día de caerse de la cama súper temprano también, mucho más cuando empezamos a ir al lago Madden pues había que manejar un buen rato para llegar a la rampa desde donde se metía la lancha al agua. Los viajes a Taboga dependían más de las mareas y como salíamos del Club de Yates y Pesca la cosa era más fácil.
Pero bueno, este texto no tiene nada que ver con todo lo que acabo de relatar, excepto con lo de levantarse temprano, costumbre, que como les mencioné ha sido heredada por prácticamente toda mi familia. Para coronar me casé con otro madrugador así es que hijos y nietos también se caen de la cama al alba.
Bien, ocurre que desde las ventanas de mi cocina y de mi cuarto tengo la suerte enorme de ver salir el sol. Los amaneceres suelen ser muy bonitos, tanto así que irremediablemente siento deseos de fotografiarlos. Considerando que el celular vive pegado al cuerpo casi cien por ciento del tiempo esta sería una tarea relativamente fácil, pero no lo es. Por lo menos no desde el lugar donde vivo.
Ocurre que en la cocina mandamos a poner esas mallas de seguridad que supuestamente previenen que los niños se caigan por las ventanas. Es raro todo esto porque mis hermanos y yo pasamos muchos años en apartamentos con balcones y ese peligro no se consideraba tan inminente como ahora. Bastaba un “niños no se acerquen a la baranda” para que todos entendiéramos que había un espacio al que no debíamos acceder, por lo menos no cuando faltaba un adulto cerca.
Esto hace que desde la cocina sea muy difícil tomar la foto pues logar que el lente quede exactamente dentro de las cocadas de la malla no es fácil. En mi cuarto el problema es otro. Hay un par de ventanas que se pueden abrir, el área central está cubierta por un vidrio fijo. Cuando trato de tomar la foto desde una de las ventanas laterales ocurre que siempre hay un pedazo del marco de la ventana que insiste en cruzarse en mi camino.
Si esto hubiera ocurrido hace cuarenta o cincuenta años el problema no hubiera sido la interferencia del marco sino más bien cómo incorporarlo artísticamente a la foto pues seguramente habría sido una bella pieza de madera muy cónsona con la salida del sol, no como ahora que son unas horrendas piezas de aluminio. Me quedo pensando ¿cuándo optamos por cambiar lo bello por… lo otro?