Hace algunos añitos, en el 2019 para ser exacta, les conté sobre los sitios a los que viajo gracias a ciertos olores. Entre esos estaba el guacho de arroz con jarrete que se preparaba para los perros de la casa, que eran varios y no se sabía de las modernidades de bolitas y otros alimentos a los cuales hoy en día se limita su dieta. Hace algunos añitos, en el 2019 para ser exacta, les conté sobre los sitios a los que viajo gracias a ciertos olores. Entre esos estaba el guacho de arroz con jarrete que se preparaba para los perros de la casa, que eran varios y no se sabía de las modernidades de bolitas y otros alimentos a los cuales hoy en día se limita su dieta.
En una olla de bruja enorme -porque no se hacía en paila- se cocinaban esos tucos enormes de jarrete con hueso, mismos que se usaban también para la sopa de los humanos, solo que esta, por supuesto, llevaba otros aliños para darle gusto antes de incorporar el otoe, la yuca, el ñame, camote y otras maravillas que se vuelven manjares dentro de un buen caldo. Hasta ahí vamos bien.
Pero la vida es traicionera y le gusta el vacilón así es que llegó el día en que mi mamá nos invitó a mi hermana Ati (ella tiene un nombre de verdad, pero esa es otra historia) y a mi a conocer parte de Europa con ella que no había pisado jamás aquel continente, a pesar de que sus padres fueron viajeros frecuentes y cruzaron el Atlántico varias veces.
Se podrán imaginar que, aunque muchos matamos por los “setenta”, en aquellos días no existían la Internet, ni los teléfonos celulares, ni ninguna de las modernidades que hoy en día facilitan nuestras comunicaciones. Para un viaje en el que se recorrían cinco países había que dirigirse a una súper agencia de viajes como Gloria Méndez y sentarse por horas a cuadrar boletos de avión, reservas de hoteles, giras y todo lo que chorreaba. Montones de estas cosas se hacían por teléfono cuando las comunicaciones ni siquiera eran directas. Había que llamar a una operadora de larga distancia para que gestionara la llamada y esperar que se comunicara de vuelta cuando tuviera al interlocutor en la línea.
Los boletos de avión eran una “libretita” de la cual las líneas aéreas iban arrancando papelitos a medida que se usaban. Y, por supuesto, que antes de cada viaje había que llamar a la línea aérea para reconfirmar los puestos en los aviones. Pero bueno, ya me desvié del tema,
El caso es que cuando llegamos a Roma mi mamá llamó a una buena amiga que vivía allá y ella nos invitó a almorzar. Nos invitó al restaurante donde servían el “mejor ossobuco de Roma”. ¿Ven por dónde va la cosa? Como ese era el plato estrella mi mamá, sin pensarlo dijo “ossobuco para todas”. Llegaron los platos a la mesa, ¡ajá! sendos tucos de… adivinaron… jarrete con hueso. Mi mamá tragó duro, porque conocía las metidas de pata por honestidad de las que éramos capaces, y lanzó una mirada de fuego.
La mirada fue captada al vuelo por “ambas dos” de sus criaturas que procedimos a comernos aquel bocado excepcional que todavía recuerdo y que puedo dar fe de que se había ganado el sitial de honor que ostentaba. Cuando estuvimos de vuelta en el hotel, lejos de los oídos de la anfitriona, vimos a mi mamá volver a respirar, no sin antes afirmar “pensé que se les iba a salir que eso es lo que comen los perros en la casa”. Les digo algo: Amo el jarrete, perdón, el ossobuco.
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