En todas las familias, creo yo, hay leyendas que van pasando de boca en boca y de generación en generación. Algunas tienen fundamento en hechos reales y verídicos y otras, pues, quién sabe. El caso es que ahí están como parte del imaginario y de la genética misma de los grupos entre los que se ventila la historia.

Mi familia no es la excepción. También tenemos nuestros cuentos y no son pocos. Pasamos nuestra primera infancia en una casa sencilla con un patio grande, enclavada en lo que, en los años sesenta, parecía la mitad de la nada pues donde está actualmente la USMA eran montes y potreros y nosotros vivíamos en la punta del cerro, literalmente.

En aquella soledad hacían falta mecanismos de protección. En un tiempo fueron gallos de pelea que, supuestamente, ayudaban al control de las culebras que eran visitantes regulares. Pero llegó el día en que las plumas de los gallos y mi asma se enemistaron, o así lo decidió mi papá, y se deshizo de los animales. Por ahí mismo se fueron también las almohadas de plumas tan sabrositas y fueron reemplazadas por unas de aquellos primeros foams, tan duros como un ladrillo.

Los perros no faltaban. Pensándolo bien, nuestra jauría estaría a la ultimísima moda pues, raza como quien dice raza pura, no había pasado por aquellos patios. Eso lo digo porque muchos hoy se inclinan por la adopción de animales abandonados antes de comprarse uno con papeles de colores y muchos “dolores” en el bolsillo. Graucho, el personaje de esta historia era “Collie con lobo”. Ajá y a mucho orgullo. No sé quién nos contó sobre el desliz con el lobo, pero la pinta de Collie era bárbara y lo cierto es que Graucho era divino.

Cuidaba su territorio como un león, pero con nosotros era manso, manso. Mi papá no lo hubiera aceptado de otra forma. Su historia era así: llegó a Panamá con una caravana de gitanos que venía de Argentina. ¿Se imaginan? Yo tenía claro en mi mente como eran las carretas, las gentes, las ollas que traqueaban, todo. Ocurrió pues que al llegar les informaron que el perro, o los perros porque seguro traían varios, tenía que quedarse cuarenta días en cuarentena. Lógico, por eso se llama cuarentena. Y, ellos no podían esperar así es que abandonaron animales. Me imagino que alguien le habrá contado a mi papá la triste historia de este perro hermoso que se había quedado huérfano y el lo fue a rescatar.

Graucho tenía dos defectos: no toleraba la presencia de otro perro macho en su territorio y les tenía pánico a las tormentas y podía olerlas antes de que llegaran. Era un macho alfa en todo el sentido de la palabra. Cuando Goldie, su compañera, que era algo así como pastor alemán con quién sabe qué, paría sus catorce perritos había que regalarlos cachorros.

Y así pasaron los años hasta que un día el perro que llegó con los gitanos fue perdiendo la vista y el olfato y un día horrorizado por la tormenta que se avecinaba le gruñó a mi papá. Graucho partió ese mismo día. Cuenta la leyenda que se le regaló a un amigo de mi papá que tenía una finca por Pacora. Allá nos imaginamos que fue feliz.