Cuando yo era niña, los hombres se cortaban el pelo en las barberías y las mujeres en los salones de belleza o en el beauty parlor como decía mi abuela. Eran lugares totalmente diferentes en todo sentido y cada uno con sus características muy específicas.

Las sillas en las barberías eran de cuero rojo y hermosas. Se reclinaban pues muchos de los clientes no solo iban por un corte sino también por una afeitada y, en los tiempos del viejo oeste y más atrás no era raro que los clientes solicitaran extracciones de piezas dentales. Hubo un tiempo en que eran casi médicos.

Los salones de belleza del siglo pasado tenían aquellos chécheres que parecían cascos de astronautas que servían para que a uno le metieran allí la cabella llena de rollos a fin de que el pelo se secara y quedara ligeramente enrulado para luego pasar por el resto de los procedimientos como el tiseo y demás para completar algún peinado de esos que parecían un cake de boda por decir lo menos.

Pero el mundo fue evolucionando y de repente los hombres empezaron a visitar los salones de belleza que, por cierto, ya habían perdido sus cascos espaciales y se habían aviado de “pistolas secapelo”, es decir blowers. Recuerdo un tiempo en que las peluquerías separaban el área femenina de la masculina pues los clientes varones no estaban muy convencidos de que se supiera que iban a los “salones para mujeres”. Pero eso fue temporal pues ya la gente se olvidó de esos prejuicios y todos felices como codornices.

De repente veía uno alguna barbería semiolvidada en algún rincón de la ciudad hasta que recientemente ¡pufff! comenzaron a brotar como hongos por todos lados. Barberías, barberías de verdad como las de los tiempos de antes, con el bastón tricolor metido en una burbuja de vidrio que da vuelta y todo. No he entrado a ninguna, pero encuentro que añaden un toque especial a la ciudad, un poco ese look retro que siempre trae recuerdos y con los recuerdos llega la añoranza y con la añoranza viejas historias que a todos gustan.

Confieso que yo no tengo historias de barberías —raro pues con tres hermanos que necesitaban cortes frecuentes lo normal sería que algo se me hubiera quedado grabado— tengo de otras actividades en las que me tocó supervisar a mis hermanos menores, pero barberías, ninguna. Es más, aquí escribiendo estas líneas no podría ni siquiera decirles dónde iba mi papá a cortarse el pelo. Voy a investigar. Me parece muy raro no tener esa información tan básica sobre el discurrir de la vida de mi papá.

Sobre lo que hoy en día ocurre en un salón de belleza no tengo la más remota idea, no es un destino que visito con frecuencia, por no decir que no lo visito jamás. Cuando paso frente a uno de esos que son como líneas de ensamblaje si veo muchas sillas en fila con su tropa de gente atendiendo clientes y montones de personas sentadas en el área de espera que me luce igual a la de la oficina de pasaportes, pero esa es la totalidad de mi conocimiento sobre el tema. Si algún día vuelvo a uno, ya les contaré.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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