Hace como doce o trece años recibí una llamada de parte los hijos de don Samuel Lewis Galindo. Me contaron que tenía un borrador de su biografía, pero que ellos consideraban que se debía ampliar y me pidieron que me reuniera con él a ver si llegábamos a un acuerdo.
Así se hizo y empezamos a vernos cada lunes muy temprano pues siempre fue hombre de madrugar. Eso lo sabía pues por muchos años lo había visto caminando en el Parque Omar antes de que saliera el sol, seguido de cerca por su querido Ricardo, que aprovechaba para escuchar su radio de baterías.
Me recibía en su oficina, siempre con una sonrisa y luego de los saludos y preámbulos de rigor empezábamos el trabajo. Las sesiones no eran muy largas, una hora a lo sumo pues él tenía siempre otros asuntos que atender y yo, por respeto a su edad, no quería abusar.
Empezamos pues repasando lo que él tenía escrito, ciento cincuenta y siete páginas en total, cifra que jamás olvidaré pues desde que recibí su primer borrador pensé “una vida como la de Don Samy necesita miles de páginas”. El modus operandi era que en las reuniones yo le preguntaba sobre aquellos puntos de su escrito que habían despertado en mí la curiosidad por saber más, ante lo cual el me relataba lo que recordaba en aquel momento y antes de partir le asignaba “una tarea”. La misma consistía en tratar de llenar los vacíos que habíamos encontrado. El diligentemente, la completaba y me enviaba el nuevo texto que yo iba guardando.
Como muchas veces cambiábamos de tema, sus escritos los fui guardando tal y como fueron llegando, como documentos independientes, que luego serían insertados dentro del texto principal, según el decidiera. El escribía y yo le ayudaba a recordar y organizar.
El proceso fue fascinante pues, como expresé en el prólogo de libro, cuando empezamos a trabajar yo conocía al hombre público, al gerente de la Cervecería Nacional, al político, al escritor, más no al ser humano que habitaba en todas esas personas.
Así fue como descubrí que a sus casi noventa años en sus ojos aun podía encontrar la candidez de un niño; leyendo aquellos manuscritos de su abuelo y bisabuelo en los que consignaban importantes lecciones de vida, y que el atesoraba, supe que el amor por su familia había nacido con él; escuchándolo hablar de su querida Itza percibí que la adoración por ella no solo había perdurado con los años, sino que había crecido exponencialmente; su familia, ante todo unida, fue siempre su gran orgullo.
Y cuando estábamos a punto de cerrar y le asigné una última tarea que me ayudara a completar el prólogo con el que me había honrado y le pregunté cuáles habían sido sus grandes pasiones pudimos concluir sin lugar a duda que familia y patria. Todo lo demás, todas sus acciones y decisiones miraban hacia fortalecerlas ambas.
Su biografía, “Episodios de mi vida”, es apenas un bocado del gran banquete que nos presentó Don Samy a lo largo de su vida, pero el rastro que dejó para que nos fuera fácil llegar a él es abundante. Merece la pena repasarlo. Cuando supe de su partida el pasado 27 de mayo confieso que no me entristecí. Una vida como la de él es motivo de celebración y para mí fue además un regalo.
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