Las uñas nunca han sido lo mío. Probablemente porque soy un poco torpe con las manos y si a mi torpeza añado diez uñas largas atravesadas en el camino hacia una meta se podrán imaginar que no lograría ni llevarme un bocado de comida a la boca.
Alguna vez, en un tiempo muy lejano creo —porque no estoy segura— que soñé con ostentar dos manos engalanadas con uñas perfectas. No fue posible. No les tengo paciencia. Imagínense ustedes que tienen un trabajo, ajá, un trabajo en una oficina y que el jefe te dicta cartas y que esas cartas hay que escribirlas a máquina. No en computadora donde uno puede echar para atrás y corregir cualquier falta antes de llegar a la impresión.
Hablo de máquinas de escribir que, aunque en algunos casos fueran eléctricas, tenían teclas eran bastante resistentes a la presión. Sobre esos teclados era realmente imposible manejarse con uñas largas y los jefes esperaban que las cartas estuvieran listas para firmar dentro de los diez minutos siguientes de que él pusiera el punto final a su dictado. Ante la disyuntiva de lucir manos hermosas o perder el trabajo, yo siempre escogía el trabajo. ¡Llámenme tonta, pero así es la cosa!
Por otro lado, así como tengo algún defecto en los ojos que jamás me ha permitido usar lentes de contacto, tengo uno en las uñas que ahuyenta el esmalte. Así es, incluso cuando arriesgaba parte de mi presupuesto semanal con un viaje al salón de belleza y me sentaba pacientemente a que me hicieran la manicura, todo resultaba inútil. Podían ocurrir dos cosas: o me dañaba alguna uña antes de que la manicurista terminara su trabajo y requería de “un arreglo” o empezaba a perder la pintura a menos de veinticuatro horas de instalada. Conclusión: no vale la pena la inversión porque si hay algo que me tortura —y ya saben que son pocas cosas las que me quitan el sueño— es una uña descascarillada, así es que al primer síntoma ¡fuera esmalte!
Este cuento larguísimo surge porque veo por todos lados que ahora las uñas se usan larguíííííííísimas y puntiagudííííííísimas, dos cosas que yo jamás podría manejar. Si quieren que les diga la verdad, ni me gustan, estéticamente hablando, quiero decir. Y pienso yo que no me gustan porque me recuerdan las uñas de las brujas de los cuentos de mi infancia. Además de eso, con solo pensar del tiempo que tendría que invertir ya sea en que me pongan uñas falsas (porque seguro casi todas son de mentirita) o que les dibujen una obra de arte y le peguen piedritas preciosas a cada una, me puedo morir. A quién le sobran tantos minutos al día para perder en eso. Sin ánimo de ofender a nadie.
Bien… y para terminar, aclaro que respeto a quienes aman sus uñas larguísimas y puntiagudísimas, ¿quién soy para meterme en la vida ajena? Pero como dije al principio, no es lo mío. Me quedo con mis manos de jardinera sin jardinear o de obrero de la construcción, con mis uñas cortas y sin pintar que, si bien no eliminan la torpeza, por lo menos no se meten con mis ilusiones.