Cada trabajo tiene sus días buenos y sus días malos. Aquellos en que uno sueña con empezar labores y otros en que piensa ¡Dios mío! ¿Cómo me metí en este lío? Así es la vida. Nada es perfecto. Sin embargo, dentro de las imperfecciones del universo, si uno logra encontrar un oficio que le hace feliz la mayor parte del tiempo, pues hay que agradecerlo. Así me siento yo.
Acepto que en aquellas mañanas en que la pantalla de la computadora me mira impertérrita como burlándose de mi incapacidad de producir una letra que la vaya llenando, me frustra un poco, pero como soy terca, ahí me quedo, devolviéndole la mirada hasta que los dedos se empiezan a mover. Porque así es la cosa, hay que persistir. En todo, no solo en el oficio de escribir.
Me he encontrado con proyectos de escritores que hablan de esperar la inspiración y otras tonterías, pero no logro entender su mecánica de trabajo, porque esto es un trabajo, y como tal hay que manejarlo, de lo contrario no funciona. Y casi nunca la inspiración llega primero a la fiesta. Más bien uno empieza dando y dando y cuando ya la cosa va como a medio camino es que se presenta la susodicha muy elegante y recién bañada a regalarle a uno un par de frases, luego de lo cual, tal y como llegó, se va, y a uno le toca seguir martillando.
Pero, a pesar de todo, me fascina escribir. Es mi píldora de la felicidad, si existe una. Es la forma de ordenar los pensamientos y reconocer los sentimientos. Es una manera rápida de ahuyentar las rabias, pues tal y como la pantalla se empieza a llenar gracias a una persistente terquedad, procesar los malos humores los disminuye al instante.
Igualmente, es mi memoria de vida y cada día me repito que debería imprimir cada artículo que escribo por aquello de que quizás algún día no recordaré cómo se maneja la computadora. Y si eso llega a ocurrir, quisiera a los miles de años de edad poder recordar cómo viví, qué sentí, quiénes me siguieron los pasos por este mundo y qué me gustaba comer los domingos. Todo está en las páginas de este diario que comparto con ustedes. Casi siempre ando en corredera y no lo imprimo, pero ahora que lo vuelvo a mencionar, prometo hacerlo empezando ya mismo.
Igualmente prometo continuar con la serie Naranja dulce y su segundo volumen sigue estando en el tintero. Le tendré que poner fecha. Les cuento que el propósito principal de continuar la serie es obligarme a leer nuevamente el reguero de textos que vino después de la publicación del primogénito de la familia. De la familia de libros quiero decir. Les tengo nombre y todo. Eso por lo menos ya va adelantado.
Honestamente, si no fuera por lo que escribo cada día, no sé qué sería de mi vida. Y les cuento un secreto, es cierto que uno se acostumbra a ciertos lugares y aparatos para escribir y las cosas salen con mayor facilidad en ellos. Lo sé porque en las semanas posteriores al vendaval e inundación de mi oficina, tuve que mudar mis chécheres temporalmente y me costó mucho que el nuevo entorno, ordenado y perfecto como estaba, ayudara a mi mente a funcionar. Lo dejo de ese tamaño. Nos vemos -o leemos- la próxima semana.