Supongo que a muchos de ustedes les pasa que un olor o un sabor los lleva a otra época de sus vidas, que bien puede ser buena o mala. En mi caso predominan las buenas, pero hay un par que siempre prefiero no recordar. Por ejemplo, el delicioso olor que despiden las tajaditas de plátano maduro cuando están a punto de salir de la paila con sus bordecitos ligeramente quemados y chiclositos, combinado con el de arroz frito, irremediablemente me lleva a la casa de mi abuela Lola, en vía España, tipo 6:00 p.m. Con respecto al horario, me queda un misterio por resolver, pues las comidas que generalmente se compartían en la mesa del comedor eran los almuerzos. No tengo recuerdo de la familia sentada en esa mesa al terminar el día. Sin embargo, es muy posible que a mi corta edad me mantuviera alejada en ese horario.

Muchas otras delicias salían a diario de esa cocina, pero es la combinación de esos dos olores la que me hace salivar y hasta el sol de hoy me cuesta resistir la tentación de meter un cucharón en el arroz que justo va estando y decorar el manjar con un tuquito de mantequilla.

Aunque en una categoría diferente, pero no por eso menospreciada, colocaba la enorme olla de guacho de jarrete y arroz que se preparaba para la jauría que habitaba en nuestra casa. Desde aquellos días me pregunto quién habrá inventado que los perros viven mal. Por lo menos en mi casa la pasaban de maravilla, tanto por lo que comían, como por lo que podían hacer en el enorme patio en que habitaban. Allí nadie tenía que sacrificarse para llevar animales a pasear, pues vivían en un paseo permanente.

La leña que traquea y causa hervores maravillosos de caldos que reconfortan el alma me recuerda que en mi familia todos teníamos un poco de niños exploradores y que las aventuras al aire libre eran parte de la rutina, aun cuando muchas veces incluían técnicas de supervivencia. Y si el traqueteo se daba a la orilla de un río, tanto mejor.

Sin embargo, no todos lo olores son de comida. En el patio de adelante de la casa de mi abuela había tres o cuatro rosales medio pelunchos que ocasionalmente daban una que otra flor. Creo que todas eran rosadas y no eran de premio, pero ese olor dulce y delicado aún me hace sentir en casa. Ahora que lo pienso, seguro a ella no le haría muy feliz que le arrancáramos a sus arbustos las pocas flores que parían, pero se resignaba. El olor a flor de gardenia me recuerda la entrada a la casa de Calongo y Oty Jurado en Volcán, y el rey de reyes es el jazmín, pues logra llevarme a casi todos los destinos de mi niñez. El de mami Loli era sencillamente divinísimo y frondoso y como estaba cerca del murito donde esperábamos el bus de la escuela, nos regalaba sus flores a diario. En la casa de las Molino, en Taboga, había otro, igualmente maravilloso, y por último estaba el de la casa de El Valle de Antón. A mi finca traté de llevar de los tres, pero nunca llegó el de la casa de vía España.

Hace poco, durante un viaje a Medellín, compré una bolsita con melcochas y fue un volar de inmediato adonde la tía Consuelo (de Abadía), de quien ya una vez les conté. Y así, sin más ni más, entre tanta cosa buena, aparece el jugo de pera, que por única culpa tiene albergar el mismo olor y los característicos granitos de la fruta que me recuerdan la horrible medicina que daban para el asma. Trauma aún sin superar. Me ha dado nostalgia; me retiro a ver fotos viejas.