Hay oportunidades que se le aparecen a uno de repente e inesperadamente. La mayoría de las veces uno está tan ocupado con la vida diaria que ni se da cuenta de que están allí. Otras, en cambio, se agarran al vuelo y resultan maravillosas.
Algo parecido nos pasó a Toño y a mí. Unos amigos muy queridos, que viven en Estados Unidos, me escribieron preguntando si nos interesaría visitar Vietnam. Ellos habían conseguido un paquete con una empresa de turismo que, según su experiencia, funcionaba de maravilla y el costo era sorprendentemente bajo. Así nomás, sin pensarlo mucho, mi marido me dijo que sí cuando le pregunté si se quería anotar.
De ese modo, sin mucha prosopopeya, hemos llegado a este bello país, lleno de gente amable y cantidad de cosas que ver y hacer. De hecho, tengo que aceptar que los 12 días que incluye el paquete se quedan cortos para lo que uno podría visitar si tuviera más tiempo, porque no hay que olvidar que solo para llegar se necesitan un par de días.
Han valido la pena todos los trámites necesarios para llegar acá. Apenas vamos por la mitad del paseo y esa cuenta regresiva confirma que uno se quedará con las ganas. Quizás no todo el mundo que visita las ciudades importantes piense lo mismo, pues son espantosamente frenéticas, desordenadas y albergan más gente de la que uno se imagina que puede compartir un solo lugar, pero todo eso es parte del encanto.
Ver decenas de miles de motonetas entrando a Saigón o Ho Chi Minh City, como se llama actualmente, aunque pocas personas se refieren a ella con ese nombre, es una visión literalmente surrealista, pues en esas motonetas ni crean ustedes que va una persona. No señor, allí se transportan familias enteras y, a veces -o muchas veces- parte de la casa también. ¡Qué picop ni qué picop! En una Vespa cabe el conductor con todo un sistema de aire acondicionado, tuberías y todo, más el pelaíto que va para la escuela, más la compra de frutas del mercado, y quién sabe cuántas cosas más. Pasan tan rápido que es imposible hacer inventario completo.
Me ha hecho mucha gracia conocer sobre los “cafés de hamaca”. Trataré de describirlos: imagínense un espacio amplio, que puede ser un rancho o sencillamente una galera techada en cualquier sitio, en la cual hay 50 o 60 hamacas colgadas. Allí la gente come y luego se acuesta a reposar. ¿Qué tal? Es como una siesta ambulante.
Comida. Dios, eso sí está por todos lados. Y no digo en cada esquina, porque eso sería muy poco. Hay un carrito vendiendo algo literalmente a todo lo largo de las aceras que bordean las calles. Y allí mismo, junto al carrito -que puede vender caldo con fideos, pedacitos de algo en palito, pelotitas de masa rellenas o no, ensalada de frutas, frutas picadas, arroz con basurita, tortillas de algo, en fin, lo que sea- se añingota la gente para comerse lo que sea que ha comprado. En los puestos “de lujo” ofrecen unos pequeñísimos banquitos de plástico, como los que uno compra por cinco dólares en las fiestas de pueblo para ver los desfiles, pero en versión enanita, para que los comensales se sienten frente a unas mesitas igualmente pequeñas. Y todo allí mismo, en la acera.
Estoy fascinada con este revulú, qué digo, réquete fascinada, así es que los dejo con eso por ahora y luego les contaré más.