En los 27 años que llevo escribiendo esta columna, espacio que me ha hecho supremamente feliz pues, como bien saben, aquí incluyo semanalmente un popurrí de temas que de una forma u otra necesito sacarme del sistema. Y digo sacar no porque sean malos, sino simplemente porque hay eventos que observo en mi diario caminar por la Tierra que pienso que vale la pena compartir.
Cierto es también, que muchas veces el espacio constituye una válvula de descarga para una pena muy grande, pero igualmente lo es para las grandes alegrías. Y aquí sentada, pensando cómo voy a completar este texto, se me ocurre que no siempre las tristezas son tristes ni las alegrías alegres. Perdonen el trabalenguas, pero así se me presentó el asunto.
Comento que estoy pensando cómo llenar esta página hoy porque vivo uno de esos momentos agridulces que a todos alguna vez nos ha tocado experimentar: despedir a “Mi tía Isabel, la valiente”. Se que la forma de nombrarla les parecerá un poco extraña, pero ese es el título del primer artículo que escribí sobre ella. Fueron varios en los que la mencioné. ¿Cómo no iban a ser varios si fue una presencia constante y enorme a lo largo de toda mi vida?
El tiempo transcurre inexorable y las personas que llegaron al mundo antes que nosotros van acumulando años y con esos años se vuelven cada día un poquito más frágiles, menos independientes, aunque no menos importantes. Envejecer tiene muchas aristas. Lo que ocurre es que en el caso de tía Isabel Burgos de Boyd la “independencia” marcó el camino que recorrió por noventa años. Fue una guerrera que sacó adelante su tropa de seis hijos superando todos los obstáculos que la vida tuvo a bien poner en su camino como la pérdida de su adorado tío Bob a una edad en que le faltaba mucho camino por recorrer.
Como mencioné al principio vivo una gran tristeza -de hecho, la vivimos mi mamá y todos mis hermanos- sin embargo, pesan más las alegrías de los tiempos compartidos con Chacha, como la bautizaron sus nietos. Y es gracias a los recuerdos de cada una de esas alegrías que sabemos que esto es solo un hasta luego.
Chacha nos fue dejando poco a poco, a veces así ocurre, y pienso que lo hizo de esa forma para irnos preparando para su partida definitiva. Lo importante es que, como dijo el sacerdote que la acompañó en ese tramo final, se fue en paz. Nada más valioso que la paz de espíritu. Paz por haber cumplido su misión como hija, como hermana, como esposa, como madre (de los que vivían en su casa y de otros que llegábamos por allí) y como abuela. ¡Muchas misiones para un solo cuerpo!
Hoy celebro esa vida que nos ha dejado miles de regalos. Celebro sus regaños, sus risas, lo que pintó en las paredes de sus casas, las flores que sembró, las noches frente a la chimenea de El Valle de Antón, los cuentos de sus viajes, la camionetita VW en la que llegaba a sus destinos en una exhalación porque manejaba a mil millas por hora. Celebro que sacó tiempo y paciencia para querernos a todos.