Hace poco tuve que ir a recoger a alguien al aeropuerto. Con tiempo verifiqué la hora de llegada del vuelo en Goggle, me di cuenta de que venía media hora adelantado y me apresté a salir con tiempo suficiente para estar allá cuando llegaran los viajeros. Todo facilísimo.
Mientras esperaba en ese espacio de estacionamiento que se ha creado justo antes de arribar a las terminales para que uno pueda esperar cómodamente a los viajeros sin necesidad de pasarse un pocotón de tiempo dando vueltas mientras salen en aquellas ocasiones en que uno no se va a bajar a darles un abrazo justo a la salida de aduanas, me vinieron a la mente escenas de cómo solía ser ese proceso “en los tiempos de antes”.
Para empezar, no había Google así es que para conocer la verdadera hora de llegada de un vuelo había que llamar a un número fijo del aeropuerto para preguntar por el susodicho. Esto implicaba que uno debía dedicar buenos minutos pues había competencia entre muchos “llamantes” para que alguien atendiera la llamada. Pa-cien-cia y mucha había que tener para este ejercicio.
El caso es que eso de dar vueltas y esperar a que el viajero saliera a la acera era algo nunca visto. No solo había que estacionarse y bajarse del auto, sino que había que subir a ese puente/terraza que había en el aeropuerto viejo y ver el avión aterrizar y a los viajeros descender por las escaleras que llegaban a la puerta del avión tan pronto se apagaban los motores. En muchos casos se colocaban dos, una en la puerta de adelante y otra en la puerta de atrás porque, para los que no lo saben, los aviones tenían dos puertas. Le tocaba a uno estar pendiente de ambas para ver por cuál aparecía nuestro personaje. Obviamente, había que saludar efusivamente.
Ya saludado el viajero y visto desaparecer dentro de las tripas del aeropuerto podía entonces uno bajar a esperar a que completara todos sus trámites de migración y aduana. Como ven el asunto tenía sus reglas de etiqueta bien definidas. Y ni Dios quiera que uno llegara con el tiempo justo y ya el avión estuviera en tierra, en cuyo caso había que subir despepitado al puente a ver si llegaba antes de que pasara el viajero y sintiera profunda congoja porque nadie lo esperaba.
No faltaba quien adelantaba la hora de llegada al aeropuerto para tener tiempo de sentarse cómodamente en la cafetería —que también estaba en el segundo piso— a tomarse un icecream soda, delicia que solo recuerdo servían allí. Si la había en otro sitio a mí no me llevaron.
El plomo era cuando, entre mayo y diciembre, la llegada de los aviones venía acompañada por torrenciales aguaceros dificultando así toda esta operación. Al avión se acercaban montones de colaboradores de las aerolíneas (o del aeropuerto, no estoy segura) a escoltar a los viajeros bajo sendos paraguas, mientras los receptores nos resguardábamos de la inclemente lluvia de la misma manera.
Y yo, allí sentadita en el estacionamiento “para celulares” escribiendo este artículo en mi mente, para acercarme a la acera justo cuando mis viajeros informaron “ya saliendo de aduana”. ¡Qué maravilla!
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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