Es un hecho de que hoy en día todos damos por hecho que en cualquier rincón del mundo en que estemos habrá internet. No hay razón para pensar lo contrario si, en general, eso es lo que ocurre. Así pues, si los nietos quieren ver La Vaca Lola -y los papás no están a cien metros a la redonda- un abuelo puede enchufarlos a YouTube y ¡zaz! niño hipnotizado con ese o cualquier otro evento prohibido.

Asusta la forma como se transportan a ese universo paralelo de los videos.

Honestamente, creo que los papás que controlan o prohíben del todo que sus niños usen sus tabletas y celulares indiscriminadamente tienen toda la razón y francamente el escudo que suelen usar los abuelos -de que están para consentir y no para educar- tiene sus baches cuando a pantallas se refiere.

Hace un par de semanas estuvimos en un crucero de Disney. Plan organizado por nuestros hijos que tienen niños y al cual nos pegamos “para pasar tiempo con los niños que vemos poco”… y con los que vemos bastante también. Los niños réquetefascinados. ¿Quién a los cuatro años no se emociona al ver a Mickey o a cualquiera de las princesas o personajes de Disney? Por supuesto que la mayoría de las actividades están diseñadas para complacer a los peques, aunque hay un par de planes “solo para adultos”. En el caso de los abuelos, son pocas las energías que quedan después de corretear pelaítos todo el día para hacer cualquier otra cosa, pero bueno, ahí están las actividades para el que pueda y quiera.

Un evento que definitivamente me asombró es que -como suele suceder en los barcos- el sistema de comunicación por internet es flojo, poco confiable y extremadamente costoso. Lo bueno de esto es que muchos se dieron cuenta de lo dependientes que se han vuelto de la web y cuánto tiempo -o megabytes– invierten diariamente conectados. Esto ocurrió pues al contratar equis o ye paquete de equis o ye cantidad de megabytes -que a primera vista lucía muy generoso- por montones de dólares, a los pocos minutos ¡pug! Había desaparecido como por arte de magia. Una vueltecita por Whatsapp -con la cantidad de porquerías que a uno le mandan por ahí- o tres, cuatro correos leídos y contestados y cuenta en cero.

A mí me pareció que fue una magnífica oportunidad para que todo el mundo se sometiera a un detox obligatorio. Claro que unos más nerviosos que otros. Yo lo vi como algo bueno en varios aspectos. Quienes están segurísimos de que son “indispensabilísimos” en sus respectivos trabajos, pudieron confirmar que uno o dos días de ausencias no matan a nadie y que sin oportunidad de instalarse frente a la pantalla de su teléfono, el tiempo compartido con seres de carne y hueso se hizo más divertido y prolongado.

Yo, por mi parte sufrí momentáneamente sacando cuentas de artículos pendientes y cómo enviarlos sin que todos mis bytes se gastaran recibiendo basura. Confieso que me mortificaba tremendamente que luego de 24 años fuese a quedar un bocacho en el lugar que generalmente ocupa mi columna y que ni siquiera pudiera avisar que el texto llegaría un par de horas tarde cuando mucho. Todo se resolvió favorablemente pero, nuevamente, confirmé que la mayoría de la humanidad está adicta a la internet. ¡Qué susto!