En estos ratos en que uno aprovecha la obligatoria “soledad”, que en realidad no lo es, muchas cosas se le pasan a uno por la cabeza, algunas con sentido, válidas y útiles y otras, aunque son solo banalidades, igual son parte de la vida y la identidad propia.

Me imagino que estas primeras líneas les habrán sonado hasta medio filosóficas pero no se emocionen pues no lo son. Son tan solo el preámbulo para confesarles algunas tonterías que se me ocurrieron mientras -muy, pero muy lentamente- organizaba mi clóset. Primera confesión: me tomará toda la pandemia y quizás la próxima completar esa tarea.

En algún momento -gracias a Dios casi al principio- de este largo confinamiento, al que hemos estado sujetos y el cual no tengo todavía intenciones de violar primero por razones personales muy válidas y segundo porque no me hace falta nada que requiera de mi deambular por la calle, descubrí un sitio llamado El Libro Total. Es una biblioteca en la que se encuentran montones de libros que uno puede bajar gratis o escuchar en forma de audiolibro, también de forma gratuita. ¡Qué maravilla!

Desde ya les advierto que cosas nuevas no encontrarán pues esas están sujetas a derechos de autor y otras restricciones, pero de los clásicos hay millones y siempre es una delicia repasarlos. Yo, por ahora solo he usado la sección de los audiolibros pues me permite hacer “oficios” mientras me entretengo con los textos que alguien con muy buena voz y entonación me lee.

No es una costumbre vieja para mí esto de los audiolibros pues mi comprensión es más visual que auditiva, pero con un poquito de insistencia me acostumbré. Además, si me distraigo y pierdo el hilo, lo cual ocurre con cierta frecuencia -por aquello de la interrupción del doblado de esta camisa o la eliminación de aquella- sencillamente lo corro hacia atrás y ahí va eso de nuevo. Es como cuando uno veía películas en Betamax o en VHS, pero en libro.

Como soy como Dios me ha hecho, empecé por libros del año de ñaupa (y ahorita mientras escribo esto termino por enterarme del origen de la frase, pero eso se los cuento otro día) y fui tan pero tan feliz. Empecé por uno de Don Vicente Blasco Ibáñez que jamás había leído: Arroz y Tartana. Novela escrita a fines del siglo XIX (ajá, bien por allá) y que, como muchos de sus textos se desarrolla en Valencia y sus alrededores. Probablemente a muchos los temas tratados les parecerán obsoletos y carentes de toda relevancia. Quizás, los valores y costumbres han variado mucho desde aquellos días, pero me hechizaron sus descripciones perfectas, minuciosas hasta un grado superlativo.

Hace pocos años mi esposo y yo estuvimos en Valencia por primera vez y la ciudad me cautivó. Pues bien, Blasco Ibañez me llevó a cada uno de sus rincones nuevamente. La plaza redonda, el mercado, cada esquinita la podía ver, oler y escuchar. Claro, la gente andaba en carros tirados por caballos y usaba vestidos largos de muchas capas y todo eso, pero yo estaba allí.

Tiempos aquellos en que los escritores debían darle al lector mucha más información puesto que dada la inexistencia de medios visuales como aquellos a los que nosotros estamos acostumbrados tocaba usar muchas palabras para describir cualquier cosa, lugar o persona. Palabras fabulosas que convertían una novela en un texto casi poético.

Luego de un par de incursiones, dejé reposar a Don Vicente ¿y adivinen qué? me fui al Cid Campeador. Su lectura/escucha me hizo recordar que aquel héroe de mil batallas, el bienhadado de luenga barba, esposo de Doña Ximena (cuyo nombre escogí para mi primera hija) y padre de Doña Elvira y Doña Sol (que en la vida real se llamaron Cristina y María) fue en cierta medida uno de mis primeros amores.

Aquella primera lectura en alguno de los primeros años de la secundaria no resultó fácil para nada. Leíamos una versión que todavía mantenía algunos vocablos escritos en un español que no reconocíamos, pero a pesar de todo, el Cid era el Cid, sobre su magnífica yegua Babieca empuñando alguna de las espadas obtenidas en alguna batalla y que llegaron a ser igual de famosas que él. Escuchando nuevamente sus aventuras lo he vuelto a querer, con sus virtudes y defectos, como debe uno querer.

De igual forma quise a Heathcliff el antihéroe de Cumbres Borrascosas, solo porque sí. Quizás porque era pelinegro o así me lo imaginé al leer sobre sus ojos negros, de mirada esquiva y profunda. Quizás porque dominaba aquellos inhóspitos páramos que a mis casi sesenta y cinco años me mato por visitar pues me gustan los lugares solitarios y misteriosos en que uno puede sentarse a inventarse un mundo propio.

Quizás porque me pareció genial que una Emily Brontë, siendo quien fue y viviendo como vivió pudiera mostrarnos el cúmulo de pasiones que surge en la novela. Uno quisiera que tuviera un final feliz, que Heathcliff y Cathy Earnshaw terminaran juntos, pero ese no fue el camino que eligió la autora. Solo después de muertos, y eso quizás y si uno cree en fantasmas, podrían haberse encontrado de nuevo. Y en esas ando pues, en este encierro: encontrándome con viejos amores que por lo visto el tiempo no ha podido matar.