Por allá por marzo del año 2020 —mes que marcó una época que todos quisiéramos olvidar, pero que es imperativo recordar— iniciando los encierros que en aquel momento concluimos por ignorancia que terminarían en abril o mayo del mismo año, nos recomendaron una misa que se puede seguir por YouTube. En realidad, son muchas misas, pues la parroquia de Santa María de Caná en Madrid, España tiene todas las últimas tecnologías y transmite por la antedicha plataforma no solo sus misas diarias, sino que además uno puede escuchar las homilías en Spotify.
Y es, casualmente a una de estas homilías a la que quiero referirme hoy. Específicamente, a la de Don Jesús, el párroco, el domingo 16 de abril. El evangelio: las bodas de Caná. Evento importante, dado que es en dicha celebración que Jesús realiza su primer milagro. El sacerdote inició recordándonos que María es la figura intercesora más importante y que es a través de “sus buenos oficios”, como dirían los funcionarios públicos, que más expeditamente llegamos a Jesús.
Siguió hablándonos de la multiplicidad de problemas que pueden surgir en una familia. Porque sabemos que hasta las más felices enfrentan inconvenientes. Y es, casualmente, cuando desemboca en los problemas que llega a punto central de su prédica: somos presa de la dictadura del éxito. Es decir, el que no es exitoso en todos los aspectos de la vida se siente un fracaso total. No puedo menos que concluir que conozco a muchos que viven bajo esa premisa.
Casualmente, el otro día conversaba con mi esposo sobre el tema, porque me llama la atención que encontremos tan poca resiliencia ante los obstáculos que plantea la vida. Felicidad se traduce, en el imaginario de generaciones más jóvenes, como ausencia de problemas y eso no es cierto pues como bien dijo el sacerdote “el fracaso es inevitable”, pero no tiene que ser una tragedia pues “es la ocasión para que uno demuestre quién es y cómo es”.
Una de las características que me gusta de este cura es que explica todo en términos muy sencillos y cotidianos. Por ejemplo, cuando afirmó que el fracaso es inevitable procedió a enumerar las tres reacciones humanas más comunes ante el mismo: la primera culpar a otro, la segunda hundirse sin ver posibilidades de superación y la tercera buscar nuevos caminos y seguir andando.
Idealmente, si todos optáramos por la tercera, las cosas andarían mejor pues en lugar de perder tiempo quejándonos y lamentándonos usaríamos las energías que nos quedan para superar el fracaso inicial. En otras palabras, el fracaso nos da la oportunidad de convertirnos en mejores personas. Y de cada error podemos obtener una lección valiosa. Pero es indispensable que miremos el fracaso con la mente abierta y no a través del cristal de la autocompasión. Y si confiamos en que Dios sabe de nuestros dolores jamás nos sentiremos desamparados.
Obviamente, no le deseo a nadie que fracase en sus emprendimientos, negocio, familia, trabajo, esparcimiento, deportes, o cualesquiera otros, y estoy clara que nadie inicia una aventura pensando que va a fracasar, sería una tontería, pero muchas veces hay factores externos fuera de nuestro control que nos desvían de la ruta inicial. No los veamos como un castigo sino como una oportunidad.