De mi padre —pues era su mejor amigo— y de mi esposo —por ser su tío carnal, no de los inventados que usamos en Panamá— ha llegado a mi vida por partida doble “el tío Víctor”. Algunos de ustedes recordarán que a principios de junio de este año escribí un artículo sobre su 98 cumpleaños. Me pareció un evento digno de mencionar y compartir. Hoy vuelvo sobre este personaje pues recientemente el y su “Club del Happy Hour” aceptaron invitación a pasar un par de días en nuestra finca.
Tanto habíamos cacareado el proyecto de casa que nos tomó media eternidad y luego la espera para recibir los permisos que nos abrieran las puertas para llegar, ya no como ocupas, sino como residentes legales, que había expectativa entre los miembros por conocer el dichoso lugar. Nosotros felices de llevarlos, pero es importante recordar que no estamos a la vuelta de la esquina. De Penonomé se sube un buen tramo y aunque ya tenemos una segunda vía de acceso, gracias a Dios, igual es una pseudo aventura, más para personas que están más cerca de los cien años que de cualquier otro cumpleaños.
Fuimos muy afortunados puesto que, a pesar de los temporales que estaban azotando Panamá durante las fechas escogidas, en Paso Real el tiempo lució estupendo, permitiendo una llegada sin muchos contratiempos y una estadía de lo más cómoda. La casa estaba a reventar, pero se comportó muy bien. Pero independientemente de la parte mecánica del asunto lo que guardo con mucho cariño es haber tenido la oportunidad de ser testigo de las ganas de vivir y disfrutar de este combo. Fue una lección de vida que pretendo atesorar.
No son todas las personas mayores las que se levantan cada día con ánimo y ganas de disfrutar lo que el día trae de regalo. No son todas las que se maravillan de una naturaleza sencilla, del canto de un ave, de una siesta en hamaca, de la lluvia suave a las cinco de la tarde, que refresca la tarde. No son todas las que agradecen cada minuto que la vida les regala.
No es fácil envejecer. El cuerpo empieza a engarrotarse o a desarmarse o ambas, hay que despedirse de seres queridos, hay que dejar oficios que se aman por lo ya mencionado del cuerpo engarrotado o desarmado, se empieza a depender de terceras personas para funciones básicas como ir al supermercado o visitar al médico porque un buen día no renuevan la licencia de manejar, siendo este uno de los golpes más duros para los súper independientes. En resumen, todo cambia.
Pero quienes tienen la dicha de cumplir muchos años, aunque sea con los engranajes flojos, pero el cerebro de la máquina funcionando, son muy afortunados. Yo por mi parte, si pudiera pedir un deseo para mi old age, sería no perder jamás las ganas de vivir. No dejar de asombrarme, como cuando era niña, de todo lo que se me presenta, porque llegar a viejo es un regalo, pero no podemos ser viejos gruñones y amargados.
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