Hoy me invitaron a almorzar. Un almuerzo sencillo, cuatro personas, en un restaurante muy, muy bueno. Pasamos delicioso. Yo, en realidad, estaba medio colada, pero no me quejo. Las personas que invitaron querían agradecer ciertas ayudas a la invitada de honor y habían deliberado entre comprarle un regalo a hacerle la invitación. Optaron por la invitación.

¡Qué buena idea! Regalar una experiencia, un rato memorable, una escapadita del ‘revulú’ de la vida diaria. No sé si les he comentado antes, pero Fábrega y yo somos poco de salir a comer. El es más de quedarse en la comodidad de su casa y yo feliz de acompañarlo.

Por supuesto, que ocasionalmente nos damos una escapadita, sea que invitemos a los hijos y nietos a visitar alguno de los lugares que les gustan o, sencillamente, que busquemos celebrar alguna ocasión especial, pero reitero, son contadas las salidas que hacemos a restaurantes.

Me confieso totalmente desconocedora de esta rama de la convivencia social y generalmente cuando se arma un grupo y se piden sugerencias sobre destinos apropiados para la ocasión, yo me abstengo de levantar la mano. Es más, he sabido de restaurantes que han llegado y partido sin que yo los conozca.

Pero mi desconocimiento de los destinos gastronómicos locales e internacionales no es el tema de este artículo sino lo bien que se siente cuando se saca tiempo para compartir con alguien y experimentar una vivencia digna de recordar.

Hace poco estuvimos en Chiriquí y, aunque la provincia me es muy familiar, tuvimos, la oportunidad de conocer nuevos rincones y de visitar algunos de los que tenemos en la lista de favoritos. Íbamos con los compadres riendo, discutiendo, recordando otros viajes compartidos y, honestamente, he anotado ese viaje como memorable en mi álbum de recuerdos.

Es cierto que los regalos físicos quedan para la posteridad. Que cada vez que la persona lo vea se acordará de quien se lo regaló, pero no es cierto en todos los casos. Si te dan una camisa, eventualmente saldrá de tu armario a buscar otros caminos. No ocurre así con los recuerdos. Quizás los almacenas en el trastero por un rato, pero basta un olor, un encuentro fortuito o una imagen para que estos vuelvan a la superficie con esa magnífica sensación de bienestar que suelen traer con ellos.

Llevo muchos años consciente de que mi vida está llena –perdón, llenísima– de experiencias memorables y agradezco que muchas de ellas hayan sido disfrutadas cuando yo todavía, por ser joven, tenía buena memoria. Es esa una de las principales razones por las que puedo compartir con ustedes cada semana algún cuento.

A modo de confesión les cuento que ya la memoria no es tan ágil como en otros tiempos y ahora comparto las vivencias con ustedes, no porque las recuerdo, sino para que no se me olviden. Cosas de la vida pues. Es por eso que me alegro tanto de tener esta columna pues cuando ya no logre recordar con qué camisa ando por la calle, y mucho menos la alegría de una invitación a almorzar con la precisión de otros tiempos, puedo regresar a estas páginas y encontrar lo que busco.

La próxima vez que necesite hacer un regalo, regale una experiencia. Se la agradecerán toda la vida.