A estas alturas del partido supongo que ya muchos de ustedes saben que yo fui a una escuela de monjas. Bueno, a dos, pues hice el último año de secundaria en los Estados Unidos de Norteamérica, específicamente en California, la tierra del sol eterno y la gente de bronceado permanente. Tengo muchos recuerdos de mis años de escuela, pues como les he dicho en otras ocasiones, en aquellos días de la infancia yo tenía buena memoria así es que las vivencias de aquellos tiempos quedaron grabadas con tinta indeleble en los registros de mi vida.

El otro día en un grupo de amigas del colegio empezó a compartir fotos rescatadas de los viejos anuarios, eran en blanco y negro y llenas de caras angelicales. Se imaginarán que el viaje al pasado fue automático y a una velocidad nunca vista. Todas comenzamos a compartir nuestros recuerdos y uno de los más importantes fue el de la primera comunión. Era un momento sublime a pesar de que teníamos escasamente seis años. Todos los preparativos, la confesión, el misal con cubierta de concha nácar (o similar) que nos compraban, el rosario que nos regalaba la abuela, o quizás también provenía de los ahorros de nuestros padres, una medalla, quizás.

Usar velo era obligatorio, pero para el día del evento, por lo menos en mi colegio esa no era una preocupación pues todas debíamos usar un vestido que si no era copia del hábito de las monjas, era muy parecido, velo de monja incluido. Era blanco, por supuesto, mientras que las monjas aún usaban hábitos negros. En otras palabras, la capilla se llenaba de cuarenta o cincuenta minimonjitas que esperaban ansiosas el momento de la comunión y el desayuno que ofrecían las monjas después en el colegio. Aun lo recuerdo: una michita de pan, una rebanada de queso del país y un jugo de melocotón. O por lo menos a mi me tocó de melocotón, gracias a Dios, porque si me hubiera tocado de pera, muero.

Para mí fue un día de mucha ansiedad pues había estado fuera de combate con una infección en el oído por varias semanas y nadie estuvo seguro, hasta el último minuto, si podría levantarme de la cama y llevar mi cuerpo al colegio. O, más bien, no sabíamos si el doctor Manolín Preciado lo iba a permitir luego de la tanda de inyecciones de antibiótico que había pasado por mi trasero.

Pero un par de días antes, la fiebre cedió. Finalmente, el dolor intenso me permitió abrir la boca para meterme un bocado de comida y no sé si porque mi estado de salud había mejorado o si porque el doctor se apiadó de mí, el caso es que me vistieron de minimonjita y fui a recibir por primera vez la sagrada hostia. Por supuesto, que aquellos “hábitos” se guardaban con la esperanza de que las hermanas que seguían los pudieran reciclar, igual que ocurría con los libros y la ropa.

Años después la indumentaria cambió y, aunque no recuerdo haber estado enamorada de aquel hábito blanco, sesenta y cuatro años después todas lo recordamos a la perfección.

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