Cuando uno toma vacaciones, especialmente cuando son un pelín más largas de lo usual, surgen dos sentimientos que se encuentran constantemente a la hora de regresar: el primero es que se extraña la casa, la cama y el arroz con lentejas y con el pasar de los días van aumentando las ganas de volver, mientras que, por otro lado, se siguen viviendo experiencias maravillosas que traen con el deseo de permanecer por más tiempo en el destino en cuestión. Mi esposo y yo no somos la excepción.

Nos tomó más de dos días llegar hasta Australia y sabíamos que el vuelo de regreso iba por el mismo camino. Y no es en la vida real el tiempo de viaje sea muy distinto en horas, lo que ocurre es que cambiamos tantas veces de zona horaria que se ganan y pierden días cada vez que uno se mueve. Ocurrió pues que todo el tiempo que estuvimos en aquellos lejanos países —Australia y Nueva Zelanda— vivimos en un día diferente al que transcurría en nuestro país de origen, Panamá.

Ninguno de esos factores hizo que disfrutáramos menos de nuestro viaje. Pasamos quince días viajando en buses y aviones con treinta personas que jamás habíamos visto en la vida, pero al cabo de dos o tres ya sentíamos como casi familia. Descubrimos rincones del mundo completamente diferentes a todo lo que habíamos visto en la vida y, aunque llegar a ellos implicara una logística hasta cierto punto complicada y la estadía fuera corta valió cada minuto. Mucha gente dice que uno viaja hasta Uluru solo para ver “una enorme roca” y es cierto, pero el desierto que la rodea y conocer de cerca un poco de la cultura aborigen es maravilloso.

Nueva Zelanda me hechizó. Al igual que Australia tiene una variedad enorme de paisajes y cuando uno se mete en los vericuetos de aquella nación confirma fehacientemente que Dios existe. Imposible que no. La enormidad de todo, las millas y millas de tierras cultivadas y sin cultivar, la profundidad del entendimiento que los Maori tienen de su universo y el cuidado que le profesan, los viñedos, la tranquilidad que se respira en los fiordos de Milford Sound y lo bien que se siente caminar por puentes colgantes dispuestos entre los enormes Redwoods de un bosque centenario no se compara con ninguna otra experiencia vivida.

Comer, pues eso ya es otro asunto. La comida allá es sencilla, muy parecida a la que se ofrece en el Reino Unido y prevalecen las carnes de todo tipo y, aunque no está llena de adornos, es muy sabrosa, sobre todo después de viajar y caminar millas y millas cada día.

El viaje terminó, todos los viajes terminan, hasta el de la vida, y lo que importa es atesorar cada vivencia ya que estas perduran mucho más tiempo que cualquier camiseta que uno pueda comprar de recuerdo. No creo que regresemos a esos países, están muy lejos y nos faltan otros sitios por visitar, pero si el destino supone que algo nos retorne por allá, yo ya tengo mi listita de cosas que quedaron en el tintero. Ahora… la vida real.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.