Les voy a pedir que me tengan paciencia al leer este texto pues, por estar en el grupo poblacional de “doñitas”, mi avance en el mundo de las redes sociales fue bastante lento y cauteloso (por no decir súper miedoso). Quienes nacieron con una computadora/celular/iPad, o cualquier primo hermano o pariente lejano, en las manos no tendrán idea de lo que estoy hablando, sin embargo, quienes nos sentamos frente a una computadora con pantalla negra y un pulsante cursor verde a los casi treinta años sabemos del miedo a las pantallas pues lo vivimos en carne propia.

Las computadoras se hacían llamar “personales”, pero, honestamente de personales y amistosas no tenían un pelo. Eran tramposas y lo sorprendían a uno con cualquier mensaje legible solo para expertos en programación. Ante estas apariciones súbitas quedaba uno congelado y con ganas de llorar. ¿Para qué negarlo?

Bien, superado aquel obstáculo y disfrutando de la delicia de la generación de aparatos que hablaban nuestro idioma pudimos, entonces, empezar a incursionar en otros ámbitos, más allá de escribir textos en programas de procesamiento de palabras o llevar el presupuesto familiar en una hoja de cálculo.

Y entonces… chan cha cha chán… cuando ya estábamos cómodos en esta nueva piel llegan las redes sociales a enredarle a uno la vida. Este grupo poblacional de “doñitas y doñitos” es una generación de gente relativamente privada, que comparte intimidades con, valga la redundancia, su círculo íntimo, no con el mundo entero, incluyendo aquellos pobladores que uno ni conoce.

Como hemos aprendido a ser flexibles y de mente abierta, luego de algunas deliberaciones internas nos lanzamos al nuevo universo. ¡Ajá! Mil dudas existenciales plagaron nuestra mente. Nos registramos y no compartimos nada solo miramos lo que pone gente que queremos mucho, pero que tenemos lejos; nos registramos y compartimos alguna que otra cosa aleatoriamente (random en el idioma de hoy); no nos registramos porque puede llegar un maleante cibernético y llevar toda nuestra vida, incluyendo la ropa que llevamos puesta; nos registramos y visitamos las redes ocasionalmente porque no hay tiempo pa´ tanta cosa y finalmente, nos registramos y nos volcamos de cabeza a poner allí nuestra vida y milagro. ¡Qué diablos! A fin de cuenta todo el mundo lo hace y yo soy un ratoncito del universo que a nadie le puede interesar desvalijar.

Como ya estamos allí, comenzamos a enterarnos de los traumas que vienen con pertenecer a las redes: que nadie le pone like a mis entradas; que no paso de cinco seguidores a pesar de yo seguir a cinco mil personas; que todas las fotos me quedan feas y tal o cual dichosa aplicación no me deja compartir un pensamiento si no pongo una foto. Ya saben.

Observando este panorama y viendo con detenimiento lo que ocurre a mi alrededor o en las cuentas que veo, me doy cuenta de que cada vez más los participantes se limitan a poner un like de forma casi automática en todas las entradas de las personas a quienes siguen. Comentarios son pocos y muy espaciados. Me pregunto, entonces, si la idea de las redes sociales es promover la comunicación interpersonal por qué predomina la falta de comunicación. Porque, seamos honestos, un like no es un mensaje.

Yo, por acá seguiré elucubrando sobre el tema y se los dejo de tarea a ver si con el jaloncito de piernas empezamos a concluir que tres palabras valen muchísimo más que diez mil likes.