Mi infancia transcurrió a mediados del Siglo XX, tiempo en que la televisión apenas asomaba por estos lares. Si no me equivoco los primeros programas se transmitían como a las cuatro de la tarde, serían una o dos series, no sé… Lassie, Furia y alguna otra. Luego las noticias y poco después el círculo con el indio y su pluma en la cabeza que indicaba el fin de la programación.

Más adelante fueron añadiendo algunas series para las noches y fines de semana, pero no eran muchas. No se si era por la escasez de programas o porque abundaba la disciplina, pero el caso es que en días de semana no teníamos autorización para estar pegados a la “pantalla”. Además, ni nos interesaba. Mucho más felices estábamos jugando al aire libre e inventándonos toda suerte de actividades. Quizás en algunas remedábamos lo que ocurría en los programas de televisión como los rescates de la perra Lassie, pero por supuesto, con guion propio.

Ya para finales de los sesenta empezaron a llegar las telenovelas que reemplazaron a sus antecesoras las radionovelas, de las cuales alguna escuché mientras las nanas limpiaban habichuelas o desgranaban guandú. Y vale la pena acotar que las labores de la cocina nos interesaban mucho más que lo que salía de la radio, a menos, claro está, que escucháramos traquear cascos de caballos u otros efectos especiales que, por lo menos en mi caso, me fascinaban.

Las abuelas no se perdían un solo capítulo de estos programas, que en su mayoría llegaban de México, con sus grandes artistas Jaqueline Andere, Enrique Lizalde, Angélica María, Sara García la abuelita de todos y María Rubio, la villana por excelencia.

Pero el mundo fue cambiando como debe ser y la televisión fue ocupando cada vez más espacio tanto en la vida de las familias como en los muebles de la casa. Y luego que crecieron muchísimo y nos ofrecieron grandes comodidades como no tener que levantarnos para cambiar canales o subir y bajar el volumen, comenzaron a encogerse. Y es así como ya para el siglo XXI podemos ver películas de cine en los celulares. Esto trae el pequeño inconveniente que los niños apenas ven uno de estos aparatitos saltan a apoderarse de él.

Poco tiempo queda ya para conversar durante las comidas pues siempre hay o una llamada “urgente” o un “pérate un momentito” o un “déjame y te busco cómo es que funcionan las armas nucleares”. Cualquier cosa con tal de enchufarse a la pantalla. Y este mal es tanto de jóvenes como de adultos. Nadie se ha librado de estos monstruos de siglo XXI que me da la impresión de que son como demonios que se apoderan del alma y no hay exorcista que logre neutralizarlos.

Ya los niños no piden muñecas para Navidad ni carros de bombero ni bates de beisbol ni bolas de basket ni viajes a Disney ni un caramelo enorme de muchos colores, piden un celular y mejor es que sea de los “buenos”. ¿Será que desde cuarto grado empezarán a regentar sus propias empresas y necesitan un medio de comunicación eficiente?

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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