Es claro que cada uno se inclina por cosas diferentes. A mí me gustan el rojo y el negro mientras que otros prefieren el rosado y el amarillo. De allí el famoso dicho de que “para los gustos los colores”, refrán que se aplica a todo en la vida. Están los que comen hasta perro muerto y los que no pasan del arroz blanco; los que podrían pasarse cuatro horas disfrutando de un ballet o una ópera, y los que se duermen luego de los primeros cinco minutos; los que aman viajar y quienes prefieren que los acuchillen antes de alejarse de casa.
Así es la cosa. No hay complicación, sencillamente nacemos con ciertos gustos o los desarrollamos a lo largo de la vida. Yo, por ejemplo, a fuerza de luchar con el hígado de res cada martes durante toda mi infancia, he llegado a amarlo, no así muchos de mis hermanos. Lo mismo me pasa con la Root Beer, esa soda que nadie puede describir exactamente a qué sabe, pero que a mí me tienta lo suficiente como para comprarla en el supermercado.
Los gustos no tienen nada que ver con el entorno familiar ni con el grupo de amigos ni con nada, son algo intrínseco a cada persona y no importa cuántas veces el novio te invite a escalar el volcán Barú y a admirar el hermoso paisaje que desde su cima se disfruta, es muy probable que a quien no disfruta ni caminar ni sentir los rayones de la hierba fresca en la piel, jamás encontrará esta actividad divertida.
No pasa nada. Si a todos nos gustara lo mismo no se podría llegar a París, ni habría maracuyá en los mercados y la lista de espera para comprar una bicicleta sería de tres años. Ante este fenómeno tan común he notado que, a pesar de que todos reconocemos que es natural que las personas disfruten cosas diferentes, siempre hay alguien que intenta cambiar nuestra opinión con respecto a algo.
Ustedes saben que a mí me gusta mucho cocinar. No me molesta el calor, excepto cuando preparo masa para pie, ni pasar horas de pie, ni pasearme por el supermercado -usé el verbo correcto en mi caso, pues ir al súper es un paseo-; nada de la cocina me hace sufrir. Unido a eso, disfruto mucho invitando a mi familia y amigos a comer en casa; muchas veces, incluso, a la cena común y corriente de cualquier jueves.
Reconozco que me esmero y la mayor parte de lo que se sirve sale de mis fogones. Mi mamá, que hacía lo mismo pero se le está olvidando, insiste en recordarme “mijita… pero el pan lo puedes comprar”. No le discuto. ¿Para qué? Si por lo general suelo comprarlo, excepto en rarísimas ocasiones. Mi mamá no es la única que trata de disuadirme ante la ocurrencia de alguno de estos eventos, pero como le dije el otro día a una amiga, “en la vida hay cosas que uno hace porque tiene que hacerlas y otras que uno hace porque quiere hacerlas, si me quitan las que quiero entonces qué me dejan”.
Por eso, mientras no tenga dolor de pies, seguiré insistiendo en montar las cenitas que tanto me gustan. ¡He dicho!