Escribo esto en el día uno de un aislamiento de quince. No, no se preocupen, no es Covid-19. Es aquella mariposa del cuello que insiste en volar más rápido de la cuenta y se le ha tenido que dar un tatequieto. Luego de un par de años de ires y venires con esta necedad de la tiroides, finalmente me tomé una pequeña jeringuilla de yodo radioactivo a ver si con eso se tranquiliza.
El asunto es que el yodo ‘tranquiliza’ en muchos sentidos. Sus propiedades radiactivas obligan a una separación obligatoria del resto del mundo. Luego de considerar varios destinos para vivir sola por quince días, opté por mudarme a un cuarto que quedó vacío en mi casa cuando mis hijos se fueron. Aquí acomodé lo necesario para vivir, trabajar, comer, leer y pensar durante el tiempo en solitario. Me quedó de lo más bien. Incluyo comer en la lista pues, como además hay que hacer una dieta especial súper estricta, preparé todas las comidas por adelantado y las congelé en bolsitas para solo tener que calentarlas.
Entre las recomendaciones del médico estaba masticar chicles para evitar que las glándulas salivares se inflamaran ¡Mascar chicle, pensé! No me gusta. No recuerdo cómo inició la aversión, pero es de vieja data. Creo que tiene que ver con que luego de hacer el movimiento necesario por un rato me empezaba a doler la cabeza. Y como a mí la cabeza solo me duele en modo migraña, todo lo que me acercara a ese umbral lo descarté. De igual manera se fueron los lentes de sol, el chocolate, el melón honeydew, el glutamato monosódico y otras cosillas, pero eso se los cuento otro día.
Alguna vez sí fui amiga de los chicles ꟷchingongos, como los mentaban cuando era niñaꟷ. En casa hacíamos competencia para soplar enormes globos que era un gusto explotar aspirándolos mientras escuchábamos el ¡pop! característico. En El Valle de Antón uno de los paseos reglamentarios era pasar por ´el chino´ en las tardes y comprar un real de bolonchón; ya saben, los chicles de pelota, que despachaban envueltos en un pedacito de papel de carnicería al cual le daban vuelta para obtener dos moños a los lados que lo mantenían cerrado. Mmm… desenvolver aquel paquetito que parecía una pastilla gigante era todo un evento porque se nos descubría una variedad de sabores y colores que uno podía, o no, calificar de favorita.
En el colegio se prohibía consumir chicle, las abuelas nos recordaban que era “muy feo masticar chicle”, a los dentistas no les fascinaba (aunque esa opinión entiendo que ha cambiado) y, bueno al final quedaban pocas oportunidades para consumo. Y como lo que no se practica se olvida, yo me olvidé. Mi esposo, por su parte, lo AMA.
Debo confesarles que pocas cosas me molestan en la vida más allá de la gente ‘ñañeca’, pero hay ocasiones en que está fuera de lugar masticar chicle. Ayer, por ejemplo, mientras disfrutaba del primer día de aislamiento, puse un programa en la televisión de esos en que hay unos anfitriones que le quieren cambiar la vida a alguien. Bien… normalito… hasta que veo que la anfitriona masticaba chicle. ¡No, no, no! Ese no era el momento ni el lugar para disfrutar de su pequeño pedacito de caucho.
Ya saben que soy rebelde, pero obediente, así es que hice caso al médico. Por ahora la cosa pinta bien. La próxima semana les cuento cómo cerré el ciclo.