Es lunes y vengo de pasar un fin de semana con mis nietos en El Valle de Antón, destino que siempre, siempre, siempre, me ha hecho feliz, incluso cuando me regala interminables chaparrones en los meses de invierno. Porque, honestamente, no importa si a uno le gusta caminar a la deriva o inspeccionar las últimas creaciones “no panameñas” en el mercado o bicicletear o echarse en una hamaca a ver pa’l techo o darse un chapuzón en algún río, chorro o quebrada o montar a caballo; el caso es que hay una especie de magia en aquel cráter que hace que todo ofrezca una enorme sensación de bienestar.

En mi caso, debo reconocer que cada paso viene con un recuerdo tan preciso como las letras en una hoja de papel o los trazos del pintor sobre un lienzo. Todo está perfectamente grabado y no hay detalle que se haya perdido. Con aquellos recuerdos llega la nostalgia por lo que ya no encontramos, junto con la alegría de lo que persiste.

Pero el tema de hoy no es El Valle así es que mejor será que me encarrile rápido porque ya llevo gastadas casi la mitad de las palabras permitidas para este espacio. Resulta que una de mis nietas me cuenta que para una de las actividades de su “veranito” debe investigar sobre los juegos infantiles “de los tiempos de antes”. ¡QUEEEEEEÉÉÉÉÉ! ¿Muerto, quieres misa? Hubo una explosión en mi cerebro que nada podía contener. No sé por qué, pero casi siempre cuando viajo a los viejos patios escolares, calles sin salida o jardines, siempre Materile llega de primerito. Seguido a pocos pasos por Tiquibol. El primero, quizás porque podía participar un grupo grande y el segundo porque sí.

No éramos muchos en el grupo así es que tuvimos que buscar la forma de adaptar las rutinas a cuatro o cinco personas. No se alcanzan a imaginar cómo gocé con mis tres “piojines”. Materile les fascinó pues aproveché para compartir los viejos oficios, llámese chupahueso y demás rarezas lo cual les daba muchísima risa, pero lo que más les gustaba era decir “ese oficio no me gusta”.

Nos hicieron días fantásticos de verano y el jardín, bien podadito como estaba, resultó perfecto para investigar qué estaba haciendo el lobo o dónde iba la pobre coja relufrí, relufrá. Jugamos el pañuelo sin asignar números a los corredores pues con solo uno de cada lado se dificultaba la cosa y con Maisú, Maisú, Maisú lavamos ventanas e hicimos otros oficios. A pesar de que solo había una pelota y era grande logré hacer una corta demostración de cómo pasar la pierna y demás por encima cantando el “eleri one, two, three, eleri four”…

Nos visitó la tía Monicá (tilde puesta allí a propósito) con su sombrero y el resto del atuendo dispuestos todos a bailar como locos. Dejamos pasar a un rey y atrapamos al hijo del conde “con sus ojitos de mosquito y sus orejas de torreja”.

No saltamos soga. No teníamos una a mano, la tropa era de corta edad, por una parte, y de larga edad por otra así es que ni me esforcé en conseguir una. No estaba muy segura de que luego de huir del lobo por todo el patio me hubiera sido posible entrar y salir de una soga en movimiento y mucho menos sacar manos, piernas y otras partes del cuerpo mientras mis piernas continuaban alejándose y acercándose al suelo. Esa actividad será para otro “veranito”.