Como ya saben, estuve por Vietnam. Fue un viaje muy interesante en el que comprobé una vez más que con el correr de los años a uno le cambia la forma de ver el mundo y de hacer las cosas.
Por ejemplo, hace veinticinco años lo más probable es que hubiera llegado con las maletas –porque hace veinticinco años uno podía viajar con más de una maleta sin pagar nada, aunque ocupara un asiento en el área “del ganado”- a reventar de chécheres. En realidad les miento, no debí usar la frase “lo más probable” pues yo sé que eso habría ocurrido con seguridad. De cada ciudad se habrían comprado qué sé yo: camisetas, collares baratos, pañoletas más baratas que los collares, algún par de zapatos, sombreros que luego no se usarían y una que otra vestimenta del lugar. En esta ocasión compré una cosa y punto. Y eso porque es algo que probablemente -aquí sí bien usado el adverbio- ni volveré a ver jamás ni tendré oportunidad de comprar en otro sitio.
Con decirles que ni para mis nietos traje cosas. No me parecía que valía la pena cargar la maleta con lo mismo que uno puede comprar en la Ave. B. Sin embargo, traje un montón de recuerdos y vivencias que en realidad es lo que más me gusta de los viajes. Tal y como les comenté la vez pasada, traje también una lista de visitas que me parece que se me quedaron pendientes, pero que lo más probable es que jamás haré, pero quién dice jamás en estos días.
Me he dado cuenta con el correr de los años que es mucho más interesante pasar el tiempo sentado en una esquina con mucho movimiento a ver la gente pasar e interactuar que gastando dinero innecesariamente. Que es mucho más sabroso probar la oferta gastronómica verdaderamente auténtica, es decir, atreverse a comer un par de bocados desconocidos e indefinidos de los que compran los lugareños por ahí, que comer solo lo que se encuentra en sitios formales. Me he dado cuenta de que aunque uno no entienda el idioma, es sencillo descifrar el lenguaje corporal de los residentes y llegar a comprender lo que ocurre en una u otra situación.
Me he dado cuenta también de que disfruto recorriendo mercados locos, mojados y olorosos a pescado vivo y pasando ratos mirando con curiosidad cómo se desarrollan las distintas actividades, porque hasta para pelar un coco cada quien tiene su sistemita.
Me encanta descubrir las rudimentarias herramientas que la gente usa con destreza inaudita para lograr resultados finales asombrosos, como tiritas de vegetales u hojuelas de algo. Herramientas que, por supuesto, aunque uno compre necesitaría tres vidas para aprenderlas a usar. Eso también me lo ha enseñado el tiempo y un gabinete lleno de artefactos que no he logrado dominar.
Volviendo a la comida callejera –de la que Vietnam es un verdadero paraíso- confieso que desde muy niña perdí el miedo a probarla. No sé si será porque desde muy pequeños emprendíamos grandes aventuras terrestres y marinas y se comía cuanta cosa uno encontraba por ahí, o sencillamente porque soy una desfachatada y me parece que todo lo que ha pasado por candela es seguro para pasarlo al estómago, que en mi caso es noble y resistente. No todo me gusta, lo reconozco, pero por lo menos trato de probar.
Concluyo, pues, que lo que me gusta de viajar es definitivamente conocer y entender lo que ocurre en el destino, comprar es completamente accesorio. ¡Qué maravilla! Una esclavitud más que se deja atrás.