Hay ciertos asuntos de esos que a uno le mandan por WhatsApp, o por cualquier otro medio digital, que por la frecuencia con que llegan con solo ver de reojo la primera imagen ya uno sabe cuál es. Yo confieso, sin vergüenza alguna, que les tengo poca paciencia y en más de una ocasión me dan como ganitas de decirle al “enviador” que en ese mismo grupo ya se ha recibido setecientas cuarenta y cuatro veces y que si no lee los chats no debería andarle gastando la data al resto de los miembros ¡Pero me aguanto! Y me aguanto porque no sé qué día a mí también me va a patinar el coco y haré lo mismo.

Sin embargo, (me encantan los ‘sin embargo’) hay otros que a pesar de haber sido recibidos igual o más número de veces que los necios a uno no le importa volverlos a ver ¡Qué vaina pues, así son las cosas! Uno de esos es el que habla de lo maravillosa que fue la infancia y juventud para quienes tuvimos la ENORME suerte de haber nacido en la década de 1950 del siglo pasado ¡Qué horror, he nacido en el siglo pasado! Ni modo pues, es lo que es.

Y uso el ‘sin embargo’, porque a pesar de haberlo visto el pocotón de veces que ya les he contado siempre encuentro algo que se me había escapado y que me hace sonreír. En esta ocasión, la número setecientos cuarenta y cinco, fue lo de “me lo contó un pajarito” porque, efectivamente, creo que nadie ha podido descubrir quién era el famoso pajarito que le contaba todo a las mamás. Pero de que existía, existía.

Veamos pues cuáles son las opciones. Es posible que el papá o la mamá se hubiera entrenado con los espías de la KGB o del FBI o de la Agencia Pinckerton y fuese experto levantando “el otro teléfono” para escuchar las conversaciones que uno sostenía con el novio o con la mejor amiga. Sé que esto que acabo de decir debe sonar muy complicado para muchos pues hoy en día hay quienes nunca de los “nunca jamases” han visto y menos usado un teléfono fijo. Y, por supuesto no saben lo que significa levantar uno para escuchar lo que se habla por otro, pero eso existía. A veces no eran los papás los escuchas sino algún hermano acuseta, pero ni crean que uno era tan boboleto, los más vivos aprendimos a detectar aquel “clic” que indicaba la presencia del espía.

Otra opción era alguno de los hermanos más pequeños, esos que andaban por la casa brujuleando mientras el novio o la amiga visitaban y ¡ufff! tenían ojos y oídos. Al igual que los tenían las nanas, permanentes afiliadas de los padres ¡Cómo no si ellos eran quienes pagaban salarios! Y seguro que aquellos choferes de la familia o de la abuela o de los vecinos que llevaban a la gallada al colegio también estaban en planilla en carácter de espías. Y qué cosas hablaba uno en esos carros en que iba uno como sardina en lata. Como ven, las opciones son muchas y a los sesenta y siete, seguimos sin conocer la identidad del soplón.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autor.

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