Me fascina el color rojo, eso es un hecho de la vida, y me cuesta mucho resistir la tentación de comprarme alguna pieza de vestir roja cuando la veo. Aunque ya saben que ante estas tentaciones siempre surge la necia pregunta que nuestros padres repetían hasta la saciedad “¿lo necesitas?” y, en la mayoría de los casos, logro darme media vuelta.

Hace unos meses teníamos una invitación a una boda. Yo andaba enredada y salir a buscar un vestido formal se me atravesaba de mala manera en el calendario. En ese momento recordé que tenía un vestido morado guardado desde hace muchas lunas, me lo probé, me quedaba y, mirándolo con detenimiento, me di cuenta de que era fácil alterar. Le quité unos adornos que tenía y le pedí a mi buena amiga que sabe hacer estos trucos de magia que le reformara ligeramente la parte de arriba y me hiciera una capa transparente. Ella logró los cambios a la perfección. Aclaro que el morado no es mi color, pero por aquellos trucos del destino me lo había comprado para un evento importantísimo en la familia. Cosas que pasan.

Vaya usted a saber por qué, pero se me antojó que lo quería lucir con unos zapatos rojos. A falta de tiempo para buscarlos decidí darme un paseíto por Amazon y para mi sorpresa los encontré con relativa facilidad. Son de un rojo… ¿cómo les dijo? Brillante, hermoso, de ese que tiene un tinte ligeramente naranja. El tacón no es muy alto porque en las bodas hay que bailar y con tacones se me hace imposible, pero tiene una formita divertida y termina en una pieza de metal dorada al igual que la punta. Tampoco soy de dorados y brillos, pero me guiñaron el ojo y los pedí. Llegaron los dichosos zapatos y, al igual que el vestido antediluviano, me quedaron perfectos.

Partí pues para mi boda vestida de morado —que no es mi color favorito—y orgullosísima de mis zapatos rojos con punta dorada —que tampoco amo—. Me fue de película y fueron muy piropeados. Ahí quedaron en el closet hasta un día que iba saliendo de jeans y me los clavé. Qué les cuento que me los piropearon más que el día de la boda, claro con el atuendo eran mucho más obvios. Y así ha ido pasando el tiempo y no hay ocasión en que me los ponga que quienes me los ven no comenten algo. Y cada vez yo los miro con detenimiento y me digo “pues sí, son bonitos… y son rojos” y automáticamente se me viene a la mente el cuento de Las zapatillas rojas de Hans Christian Anderson, aquel en que la niña se pone aquellos zapatos de baile rojos para ocasiones inapropiadas y estos empiezan a bailar solos sin parar. ¡Qué susto!

Pero bueno, yo creo que la era de los encantamientos ya quedó atrás así es que salgo segura de que no me toparé con algún brujo malo que quiera castigarme solo por lucir unos bellos zapatos rojos, o por lo menos eso espero.


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