En el año 2009, cuando Fundacáncer se lanzó a la aventura de publicar un compendio de artículos de mi columna seleccionados entre aquellos publicados hasta la fecha, le pedí a Chelle de Corró que escribiera algo a modo de prólogo -Margarita Vásquez hizo lo mismo, cada una con su visión- y ella produjo un texto que todavía cuando lo leo me hace feliz, o me hace llorar o ambas. No me puedo decidir.
Entre las cosas que dijo de mí hay una frase que cabe perfectamente en el texto de hoy: “…la cartera que le cuelga del brazo derecho, que no es una cartera-trofeo, sino un dispensario de pañuelos; maquillaje para los retoques; píldoras para la migraña (nunca para el estrés); y plumas y libretas para registrar ideas…” muero de la risa porque, efectivamente, mi cartera es como el maletín del buhonero de Pedrito Altamiranda y por más que he tratado de convertirla en un chéchere femenino y discreto me ha sido completamente imposible.
Por ejemplo, una de las cosas que he probado es comprar bolsos más pequeños. Más pequeños que aquellos que he usado toda la vida y que pueden albergar un carro y una casa. No funciona. Puedo andar con ellos dos o tres días, pero después de eso y cuando veo que están a punto de explotar gracias a todo lo que he ido metiendo o necesito meter sencillamente vuelvo a mi bolsón.
Y es que cómo hago yo para meter en una mini carterita la chequera -ya sé, me dirán que eso ya no se usa, pero yo todavía ocasionalmente necesito girar un cheque- la bolsita con las medicinas, los llaveros que son dos y ocupan su espacio, el celular (y a veces su cargador, dependiendo de hacia dónde y por cuánto tiempo me dirija en un viaje), la libreta donde anoto entrevistas, lugares que he visitado o debo visitar, listas de compras y de mandados, los estados de cuenta cancelados de algún comercio donde tenga crédito, la grabadora para cualquier entrevista que pueda surgir, la agenda que uso poco pero que de vez en cuando es útil, en fin, esas cositas.
Por muchos años dejé de tener pañales desechables, chupones y juguetitos de bebé para una emergencia, pero ahora están volviendo a ese destino que por años los albergó pues si quiero que me presten a los nietos tengo que estar “siempre lista” como las muchachas guías.
Hay días en que a mí misma me da un poquito de susto meter la mano en este gran hoyo negro llamado cartera pues no sé si en la corredera puede que haya metido algo peligroso. No sé, un caramelo abierto quizás. En cuanto a encontrar las cosas, pues eso ya requiere de toda una técnica que si bien en teoría debería ser infalible, en la práctica a veces me falla, pues, ya saben cómo es eso de andar en corredera y meter las llaves en el compartimiento del celular y el celular en el de la agenda y no saber dónde quedó la agenda.
Lo que a veces me pregunto es si tan siquiera vale la pena que siga luchando con este tema o sencillamente a los 63 que estoy por cumplir en cualquier momento me resigne a seguir cargando el pseudobaúl de las cinco toneladas con la absoluta seguridad -y correspondiente felicidad- de que siempre, siempre, siempre tendré a mano cualquier locura que se me ocurra o necesite en un momento específico. Lo estoy pensando.