Mi esposo sabe de todo. Es como la Enciclopedia Británica, perdón, como Google y es buen profesor. Explica bien y no le importa repetir la explicación cuando “el alumno” no entiende, aunque a veces, cuando el alumno soy yo, se impacienta un poco cuando le digo por tercera vez “no entiendo”. Reconozco que con el correr del tiempo el cerebro ha ido perdiendo velocidad y me quedo sin entender con más frecuencia que antes, pero ese es otro tema. Su principal destreza es que explica en términos sencillos.
Un día, conversando con unas amigas sobre todos los “discursos” que se pronunciaron en los últimos dos meses, y que uno por responsabilidad patriótica tenía cuasi obligación de escuchar (aunque de antemano supiéramos que venían cargados de mentiras y/o falsas promesas) ella comentó “no me gusta que me hablen difícil”. Uy, claro, ese es el problema fundamental de las comunicaciones hoy en día. Los oradores “hablan difícil” de maldad para sonar muy cultos y evitar que quienes los escuchan entiendan lo que se está diciendo.
Los economistas, por ejemplo, son expertos en hablar difícil. Una pregunta que con un sí o no quedaría cien por ciento contestada recibe como respuesta una perorata en la que dan más vueltas que un perro para acostarse, plena de términos de cuatro sílabas y citas de famosos textos de economía —muchos del siglo pasado— y al final entregan un enredo comparable con el tendido eléctrico de la ciudad de Panamá. Y lo hacen con premeditación y alevosía pues no tienen interés alguno en dar una respuesta comprensible.
Por otro lado, los adolescentes son expertos en hablar difícil. Suelen hacerlo mirando al suelo para que los padres no detecten las falsedades que tratan de ocultar. “Fui, pero no fui… con Pedro, no, con María y ya había hecho la tarea, pero me faltaba un poco, y tenía hambre y en la casa no había nada de comer y yo iba a limpiar mi cuarto esta noche”, en fin, ¿les suena a Cantinflas? Los pequeños discursos de los adolescentes se parecen bastante a los de los cónyuges “quemones” en que no miran a los ojos y se van de paseo con frecuencia.
Ahora bien, los reyes, príncipes perpetuos y magos del lenguaje difícil son, sin lugar a duda, los políticos y su mayor experticia es sencillamente contestar la pregunta uno con la respuesta correspondiente a la pregunta ocho, o a una pregunta que nadie les ha hecho. Si les preguntan sobre la ejecución del presupuesto contestan que hay menos fracasos escolares y si les preguntan sobre las deficiencias en la educación la respuesta es que los lagos del canal ya tienen agua, nuevamente con términos rebuscados que, en la mayoría de los casos, ni siquiera se aplican al tema en cuestión porque, seamos honestos, no son buenos con el lenguaje.
Se me ocurre, por ejemplo, que sería genial que a los muchachos que preparan para los concursos de oratoria, debates y menesteres similares les practicaran el arte de “hablar fácil”, de comunicar sus ideas con términos que todo el mundo entienda porque hablar difícil no te hace mejor comunicador.
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