Conozco muchas personas que han hecho de “no” una de sus palabras favoritas. La saben usar a la perfección y con frecuencia la repiten, logrando así dejar de hacer lo que no quieren incluir en sus listas, sin ofender a nadie. Eso es lo que llamo arte verdadero. Yo, francamente, no lo he perfeccionado, pero no dejo de tratar.
Me ha ido muy bien con los “no” como mamá. ¿Se acuerdan de aquello de la MalaMadre y demás detalles? Pues en eso soy experta, y mis hijos crecieron privados de la mayoría de las cosas que tenían sus amigos. Las superfluas, quiero decir, porque siempre hubo para ellos buenas escuelas, comida saludable y paseos a conocer los rincones de Panamá, en los que gastamos varios juegos de llantas.
Creo, honestamente creo, que el uso frecuente de la palabra no tuvo mucho que ver en el moderado éxito que hemos tenido como padres; y digo moderado, pues en esto de la crianza de los muchachos uno debe evitar a toda costa ser pretensioso. El tiempo dirá si se hizo bien o mal y todavía falta mucho tiempo para tener un diagnóstico exacto. Todo parece indicar que las cosas van caminando y que el estilo de vida que siguen es bueno, pero hay que aceptar que muchas veces las cosas se dañan a medio palo.
Fuimos insoportables con aquello de la honestidad y demás principios que nos parecen indispensables para ser una persona de bien. Y cuando digo insoportables, quiero decir insoportables. Volviendo a la palabra “no”, aclaro que no hubo jamás una salida de fin de semana luego de un informe semanal del colegio con malas notas; ni postre a los que no se terminaban la comida y otro montón de cosas.
Para los juguetes caros los muchachos debían aportar parte del presupuesto ahorrando por varios cumpleaños y Navidades la platita que recibían de abuelos, padrinos y otros personajes cercanos. Así de fácil. Eran -y siguen siendo- muchos y no había forma de estirar tanto el presupuesto. Parece que daño no les ha hecho, pues veo que son sanamente frugales con sus propias familias.
Y es que uno puede acceder a todo lo que aporte para el largo plazo. A lo que contribuya al entendimiento de lo que importa frente a lo que ofrece un placer momentáneo y de corta duración. Hoy en día veo con mucha satisfacción que hay un número plural de psicólogos y educadores reforzando el concepto de que más felicidad traen las experiencias vividas que las cosas poseídas. De eso se trata. Estoy segura de que muchos de ustedes recuerdan con más lujo de detalle aquel primer verano que pasaron en el interior o algún viaje para el que la familia se preparó con mucho cariño, que la bolsa de Mary Poppins que apareció bajo el árbol una Navidad.
Jmmm… creo que me equivoqué de ejemplo porque la bolsa de Mary Poppins fue muy apreciada, sobre todo porque venía vacía y uno podía llenarla con sus propios sueños, pero ustedes me entendieron. Ya tengo más de sesenta años y he colgado los guantes de la crianza, pero tengo que aceptar que todavía meto la cuchareta una que otra vez cuando veo que alguno está mirando para el lado que no es. Así somos los padres, y aunque para el resto de mis actividades no logre jamás que no se convierta en una de las palabras favoritas, para lo que tuvo valor lo fue y me conformo con eso.