Creo que alguna vez les comenté que cuando mis hijos estaban chicos establecí que en casa había tres frases prohibidas: no sé, no puedo y estoy aburrido. Aún treinta años después me parece que si volviera a tener que ejecutar labores de crianza mantendría dicha prohibición. Es más, he notado que cada vez los jóvenes usan más estas respuestas ante un reto, aunque noto también que quizás no incluyen el estoy aburrido ya que por estar permanentemente conectados a una pantalla no se dan cuenta de que están inmóviles y la que trabaja es la pantalla no ellos.
Por otra parte, el no quiero ha ido adquiriendo cada vez más preponderancia, dado que a los jóvenes ya no se les obliga a hacer nada que no quieran por lo que con solo decir la frase mágica quedan exentos de cualquier tarea. Yo revuelvo la mirada y me da una pereza terrible el panorama. Muchachos por todos lados desconectados del mundo exterior. Muchachos que no saben si se encendió la alarma de incendio o si está temblando porque ellos sencillamente están inmersos de cuerpo y alma en su pantalla.
Ojalá ocurriera como vemos en las películas que pudieran físicamente “entrar” al paisaje que ven en la pantalla e interactuar con ese mundo que habita allí adentro. Así por lo menos se estarían moviendo. Caminarían de un lado a otro siguiendo el desenvolvimiento de la “película”. Hablarían, olerían las flores, tocarían un sapo. Quizás, los más afortunados, hasta podrían montar bicicleta. En resumen, participarían de un mundo activo.
Pero eso no sucede. Sus cuerpos permanecen inmóviles en las sillas, sofás o camas. Tan inmóviles a veces dan ganas de acercarse y colocar la mano debajo de las fosas nasales a ver si están respirando. No es por comparar, pero creo que en mi infancia la vida era más divertida, o por lo menos más sociable pues, aunque fuera con los hermanos, uno organizaba actividades que requerían de comunicación verbal.
Por otro lado, y no digo con esto que es la única forma de inyectar vida a los jóvenes, en mi casa el 99% de las actividades eran obligatorias. Los muchachos teníamos por fuerza que participar en lo que sea mis padres organizaran para los días libres, llámese ir a conocer el Fuerte San Lorenzo o visitar alguna de las construcciones en que trabajaba mi papá. La frase “no quiero” estaba completamente ausente del vocabulario.
Ahora son los padres los que piden permiso a los hijos para desarrollar tal o cual actividad. Se pasan la vida en una rogadera tratando de convencer a sus vástagos de que irse a comer un helado podría constituir una actividad familiar divertida. No siempre tienen éxito. A veces lo más que logran es que las criaturas levanten brevemente la cabeza y digan “tráeme un helado de chocolate, con tres chispas encima, en un cono azucarado grande y con una cucharita de esas planas”. ¡Qué lucha! Como decía mi abuela.
A veces siento ganas de decirle a todos esos padres “sacúdanse” la dictadura de los jóvenes no es saludable. Me aguanto. Es mejor que aprendan en cabeza propia.
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