Yo no sé por qué, pero últimamente (quiero decir en los últimos años) no he ni terminado de guardar los adornos y los moldes para hornear cuando veo que “el fin de año” se asoma a toda carrera. Es como esos caballos que salen de la gatera de último, pero a medio camino meten máquina, se pasan al resto y llegan a la meta con 15 cuerpos de ventaja. En este caso la ventaja es sobre nosotros, los mortales, que no logramos jamás ponernos al día con el chorro de celebraciones que se presentan.
Sucede, por ejemplo, que por mucho tiempo uno compraba regalitos para la familia inmediata, llámese esposo, hijos, padres, y cuando mucho para un intercambio (que solía ser entre la familia). Sin embargo, alguien decidió que los intercambios debían aplicarse a todos los ámbitos de la vida y, a partir de ese momento, tenemos intercambio en la oficina, con las amigas del cole, con las amigas de la iglesia, con los señores del voluntariado, con el grupo chiquito de las cenas de los martes, con el grupo de oración y con cualquier otra agrupación, por fugaz o temporal que sea. Eso añade a la lista 14 mandados que hasta hace cinco años no había que hacer.
Entonces… seguimos… además de las compras adicionales resulta que todos estos grupos también tienen “un eventillo”, pues ni modo que los intercambios se hagan por correo. No señor, hay que ir a algún lado, llámese una casa, un restaurante o la esquina de al lado. Alguien lo tiene que coordinar, la mitad de la gente no puede el jueves, la otra mitad estará de viaje el martes, y cuando todos parecen estar de acuerdo en el miércoles alguien levanta la mano y dice “lo siento mucho, pero se me complicó el miércoles también”. Hay que volver a empezar.
No he ni siquiera entrado en la corredera de comprar el arbolito en noviembre -para aquellos que insistimos en poner los de verdad a fin de que la casa huela a la Navidad del Polo Norte-, y créanme que es corredera porque como uno se demore más de tres días luego del arribo de los pinos, mejor ni hacer la fila para estacionarse pues ya no habrá ninguno. No sé qué ocurrió con la tradición panameña de comprar y poner el arbolito después de celebrado el Día de la Madre. Parece que se la llevó el viento. La excusa es que “como Navidad es tan bonita” hay que tenerla en exhibición por más tiempo, ante lo cual se me ocurre que mejor ni desmontar. Nos quedamos en modo navideño todo el año y caso resuelto.
Yo, francamente, extraño aquellos cierres de año en los que nos reuníamos en casa de la abuela el 25 de diciembre a comer arroz con pollo y plátano en tentación. Los adultos cerraban con su cake de frutas que no tenían que pelearse con los niños, pues no nos gustaba, y la chiquillera se conformaba con una bolita de helado. Durante esos sencillos almuerzos -sin corredera, ya que no había que ir a tres eventos más- los nietos llevábamos alguno de los juguetes que nos había dejado Santa y entre todos formábamos una fiesta que podía durar hasta que cayera el sol.
A ustedes les parecerán navidades aburridas, pero después de más de 50 años de haberlas vivido, recuerdo cada detalle de ellas y pienso “así es como tiene que ser”.