Hoy mi mamá cumple noventa años. ¡Qué bueno que ha caído en viernes para poder dedicarle este espacio! Como saben, hay ciertas personas sobre las que me cuesta mucho escribir porque no son amantes del exceso de adjetivos (igual que yo), pero la circunstancia manda usar unos cuantos.

Lo primero es lo primero, agradecer la suerte de tenerla con nosotros, dueña de todas sus facultades, de sus ganas de regañar cuando la situación lo amerita, de sus historias y anécdotas las cuales comparte desinteresadamente, de trillones de consejos que llegan justo cuando se necesitan y de su inmenso, aunque a veces quisiera decir ilimitado, conocimiento de la literatura. Estoy segura de que este agradecimiento lo sienten también todos mis hermanos, sus nietos y biznietos que son muchos.

Vivencias de mi infancia y juventud he compartido con ustedes hasta el cansancio y debo decir que sin su iniciativa muchas de ellas no hubieran ocurrido. Conocer gran parte de las entrañas de Panamá se nos hubiera quedado en el tintero —a mis hermanos y a mí— pues no eran muchas las jóvenes madres de los años cincuenta y sesenta que estaban dispuestas a embarcarse en aventuras que no eran ni comunes ni corrientes.

Miro hacia atrás y sonrío ante todo lo que aprendí de niña. Y cuando digo de niña, quiero decir de niña. Antes de los diez años ya podía planchar sin ocasionar accidentes, bañar un bebé de pocos o muchos días, restregar un baño con suficiente destreza para que se sintiera limpio, sacar yerbamala del jardín, cocinar macarrones y guacho para los perros, cuidar cachorros y jugar desenfrenadamente. Nada me parecía ni castigo ni abuso, más bien era un honor que nos asignaran ciertas labores.

Mi mamá no es persona de andar repartiendo besos y abrazos —dicen mis hijos que yo tampoco— pero en ese universo fantástico en que nos ha permitido crecer y experimentar las maravillas del mundo, no hacen tanta falta. Ella hace otras cosas que dicen a gritos “te quiero mucho” y eso ha desarrollado en nosotros la capacidad de ver más allá de lo obvio en la cotidianeidad de la vida. Destreza ésta que considero muy, pero muy importante.

Es generosa, muy generosa, pero sin excesos, lo cual hace mucho más valiosas sus dádivas. Elige los momentos precisos para compartir y tiene un sexto sentido para saber cuánto, con quién y para quién. Y cuando hablo de generosidad no me refiero a la económica —que muchísimas veces dice presente— sino a esa otra que no se puede tocar, pero sí se siente y perdura en el tiempo.

Mi mamá se llama Carmen, pero desde que nacieron sus dos primeras nietas pasó a ser Bebella, Bebellita, o sencillamente Bebe, sin tilde. Ostenta solo un nombre, a pesar de haber nacido cuando a la gente la bautizaban con dos, tres o más, y es con esa sencillez que ha recorrido su vida, sin aspavientos, pero cultivando amores y admiración aquí y allá. Gracias a ella sabemos mucho sobre nuestros antepasados y sus cuitas, gracias a ella nos sentimos parte de un clan indivisible.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.