Como parte de nuestra gira “visita-nietos” hemos llegado a New Jersey. La tropa que antes vivía en Seattle se ha mudado para este lado del país. El destino es distinto a Charleston, pero, por supuesto, que cada uno tiene su encanto. Estar en New Jersey le da a uno la oportunidad de escaparse a la gran manzana, que a pesar de lo difícil que lo ha pasado en el año de pandemia, sigue siendo New York por siempre.

Uno toma su tren y en treinta y cinco o cuarenta minutos llega a Penn Station, sale de los túneles y respira hondo para captar aquel aire viciado que tanto se ama. Luce diferente la ciudad porque las aceras albergan un porcentaje reducido de los peatones que antes las llenaban y, aunque muchos comercios no han vuelto a su vida de antes, se las han arreglado para sobrevivir. A los restaurantes les han autorizado “robarse” pedacitos de calle o aceras para colocar unos parapetos techados en los que unas cuatro o cinco mesas (aunque dependiendo de la localidad pueden ser más) permiten ubicar comensales en exteriores.

Nueva York es una ciudad que uno ama u odia, con ella no hay términos medios y cuando se ama el amor es “a pesar de todo”. Es triste verla con todos los teatros de Broadway cerrados, el ballet y la ópera en espera de mejores tiempos, los museos abiertos, pero solo con aforo limitado e incluso el graciosísimo mini zoológico de Central Park restringido para quienes reservan su cupo para un horario específico.

Sin embargo, sus parques siempre tienen espacio para “uno más” y la gente lo aprovecha. El clima en esta época puede ser traicionero pues, así como hoy amanece soleado y fresquito, mañana amanece soleado y calientísimo, pero jamás a un panameño le ha molestado el calor. Conocemos de eso perfectamente bien y sabemos vivir con altas temperaturas sin que se nos funda el cerebro.

En esta ciudad la mayoría de la gente usa su mascarilla incluso en exteriores, a pesar de que no es obligación, y se me ocurre que debe ser porque todavía tienen muy vivo y latente el susto de una nueva ola de Covid que vuelva a paralizar la ciudad, algo que, obviamente, nadie quiere que ocurra. No puedo evitar pensar en mi adorada Panamá y sueño con que ocurre un milagro que produce cientos de miles de vacunas para que nuestros ciudadanos ─que siempre han sido muy responsables con el tema de vacunación─ puedan contar con la protección que les permita recuperar algo de normalidad en sus vidas.

Y también sueño que mientras llegue ese momento la gente entienda que nadie cuida a nadie. Es uno mismo quien debe hacer propias las medidas de protección, evitar reuniones y fiestas innecesarias, pues tiempo y espacio para ambas habrá para los vivos, solamente para los vivos. Todos queremos ver el fin de esta horrorosa pandemia y lo cierto es que se acerca en la medida en que entendamos que cada contagio que se evita nos pone un paso adelante.

Sueño también que el gobierno se deja ayudar en el proceso de vacunación y que sea cierta la afirmación que escuché hace varias semanas en una conferencia de prensa en la que manifestaron que autorizarían a las empresas a importar y pagar vacunas para sus colaboradores y los familiares de éstos. ¡Sueño tantas cosas!