El 25 de septiembre de 1998 publiqué un artículo en esta columna que se llamaba Mi tía Isabel: la valiente. Es uno de esos a los que les tengo mucho cariño pues la protagonista sigue siendo muy querida. Sin embargo, aun los muy queridos a veces quedan por ahí en alguna gaveta, y aunque uno recuerda en términos generales lo que decían, hay miles de detalles que sencillamente se olvidan.

Hace un par de semanas me encontré con uno de los nietos de esa tía Isabel y me pidió que por favor le enviara el texto. Había encontrado el recorte en la casa de su abuela y como buen chico moderno, inició su busca en la internet porque se le antojó guardarlo. Se podrán imaginar que no lo encontró.

Creo que en 1998 el diario La Prensa ni siquiera subía cosas a la web, porque ni me acuerdo si estaba disponible para esos menesteres.

A ustedes les parecerá arcaico, pero en los primeros años de la columna, los textos llegaban a La Prensa impresos y alguien con mucha paciencia debía “subirlos” al sistema del diario, digitándolos en unas máquinas rarísimas que requerían que los usuarios se aprendieran montones de códigos y otras vueltas para su uso. En la pantalla se veían letras verdes como en los viejos computadores, y estas eran pequeñuelas como aquellas de los primeros equipos Macintosh. ¿Se acuerdan? Los abuelos de las Mac.

Cuando la internet llegó a las casas y oficinas era a través de un módem y ocupaba la línea telefónica, así es que o se hablaba por teléfono o se buscaba información. Ahorita no les voy a explicar en qué consistía el servicio de telefonía fija, aunque estoy segura de que para muchos debe ser un animal completamente desconocido, porque no me alcanza el espacio.

Ni les diré que costaba 10 dólares al mes. Otro día. Bueno, en ese momento, empecé a enviar mis artículos por correo electrónico, pero ya llevaba varios años con los impresos. Regreso al segundo párrafo: no hay forma de que el nieto encuentre ese texto en la web.

Yo tengo mis textos bastante bien archivados pero, ¡vamos, es de 1998! Así que cuando iba en camino al archivo madre lo hacía con los dedos cruzados. Lo primero era acordarme del nombre; como ustedes bien saben, los nombres de mis artículos son a veces tan locos como el texto.

Entonces, miren lo que me pasó: en lugar de ir al archivo general, me fui al archivo del libro Naranja dulce, limón partido. Eso limitaría la búsqueda a una cantidad menor de textos. Abro el fólder y, cuál no sería mi sorpresa al ver que el texto que estaba buscando está allí, solito, no dentro de un capítulo, sino por su cuenta y renta dentro el fólder. ¡Qué suerte!

Me encantó volverlo a leer. Recorrer nuevamente los años buenos y malos que he compartido con quien ya no es tía Isa, sino Chacha. Me encantó recordar que alguien a quien no conocía me mandó una carta diciendo que ella también tenía una “tía Isabel”. Ese día confirmé que mis vivencias son las de todos y que las experiencias se repiten casi idénticas en la mayoría de los hogares. Fue una agradable sorpresa.

Ahora solo me falta conseguir el correo electrónico del nieto que despertó tan buenos recuerdos. Debe ser mucho más fácil que encontrar en internet un artículo de 1998.