Las noches anteriores del Día del Padre estaba yo organizando la cocina y adelantando aquello que se podía adelantar para el desayuno del domingo. Mientras picaba, rallaba y salteaba me puse a escuchar un audiolibro en la aplicación “El libro total”, la cual se ha convertido en buena amiga desde que la descubrí en tiempos de pandemia rampante.
En aquellos días en que no se podía salir de casa o, en casos de emergencia, se podía circular por dos o tres horas al día, tener en el oído clásicos de la literatura —en varios idiomas, por cierto— fue una salvación en muchos sentidos. En primer lugar, se me quitó un poco la pereza de hacer policía y ordenar gavetas. No del todo, aclaro, pero un poquito. Era buena excusa para andar por ahí con audífonos concentrada únicamente en lo que me interesaba.
Pasados los días de encierro, suelo usarla cuando cocino pues me entretiene mucho. Confieso que hay momentos en que pierdo el hilo porque estoy súper concentrada leyendo una receta o me entra una llamada telefónica u otra distracción, pero nada importa, uno pasa las páginas hacia atrás y “relee” lo que se perdió. Para caminar en el parque por las mañanas también es buena compañera. Como voy siguiendo el hilo del libro, paso por alto que viene una loma y la subo con menos dificultad de lo usual.
El caso es que en los días mencionados estaba yo escuchando El papa del mar de Vicente Blasco Ibáñez. ¡Ajá una publicación del año del moco! O de 1925, para ser exactos, en la cual podemos seguir de cerca la guerra de los tres papas y, más específicamente, un poco la vida del Papa Benedicto XIII, quien aparte de ese nombre oficial fue conocido también como el Papa Luna e incluido en algún momento en la lista de los “antipapas”.
El caso es que entre historias de Papas y un resumen del Cisma de Occidente hay una historia de amor. No podía faltar. Y estaba yo ahí, entre una cebolla y otra, tratando de no enredarme con tanta información y ubicarme apropiadamente ora en un Papa de Aviñón ora en uno de Roma, y también en el de Peñíscola (sitio que visité hace unos años y me fascinó, quizás por la magia que dejó allí el Papa Luna, que se cuenta entre los de Aviñón) cuando me salta una frase que encontré de lo más divertida: “Tal vez se hablaban dulcemente, como ella con su difunto esposo al finalizar los placenteros armisticios que seguían a sus disputas”.
¡Ah! Pensé, eso del romance después de las peleas es tan viejo como la sarna, o por lo menos se conoce desde principios del siglo XX. Más bien, desde siempre. Me causó gracia porque a diario la gente joven (y me incluyo, no entre los jóvenes, pero sí entre los descubridores) piensa que ha descubierto la pólvora y resulta que no. Que la moda de hoy es la misma de los años setenta y que los gustos por la música vuelven y la comida en cacerola para meter al horno pronto estará de vuelta en muchos hogares y así.
Quizás las únicas verdaderas innovaciones son las científicas… aunque Julio Verne ya había imaginado muchas. Ahí lo dejo.