El otro día estaba viendo una película ambientada en los años 60. Los carros… los carros enormes, Dodge, Ford o Chevrolet dominaban las calles, tenían motores de ocho cilindros y consumían combustible a la misma velocidad que uno come bolis en verano.

A nadie le importaba realmente porque la gasolina costaba -qué se yo-, veinticinco centavos el galón, así es que si había que parar a llenar el tanque cada cinco minutos a nadie le molestaba porque el bolsillo no sufría.

¿Qué hacíamos los domingos en la tarde? “Ir a dar vueltas por la Balboa”. Esa era la afirmación literal que se intercambiaba en las líneas telefónicas de los jóvenes que ya tenían licencia de conducir y recolectaban pasajeros para la aventura. Era común ver un carro conducido por un joven (preferiblemente guapo) con el resto de los asientos disponibles, y los no disponibles también, ocupados por un combo ilimitado de muchachas, algunas veces “saliéndose por la ventana”. Y si era verano, aquellas melenas flotaban por ambos lados del carro.

Paradas técnicas, se hacían algunas, de repente en el Café Squirt, pero era corta porque lo divertido era “dar vueltas”. ¡Qué risa! Quiero aclarar que como ‘La Balboa’ tenía en esos días solo dos carriles de cada lado era muy fácil “pillar” a cualquier personaje que anduviera uno buscando entre los demás carros que deambulaban igual que uno. Es más, como no había tantos carros, o quizás no tantos muchachos a quienes sus padres se los prestaran para matar el tiempo y gastar combustible, uno los conocía todos.

Así, era fácil encontrar al personaje de interés. Ya se sabía que por lo general salía en el Datsun verde de tal y cual o en el Cougar blanco de alguien más o en el ‘station wagon’ de la tía XYZ. La dinámica era algo así: se daban una o dos vueltas de reconocimiento con todos (o más bien todas) los pasajeros con los ojos bien pelados para divisar el auto que se buscaba. Una vez localizado, empezaba la gritadera… “da la vuelta allá adelante”, “ahí va…” “apúrate”, “pérate, perate, no te pegues tanto”. “¡Nooooooo! Coge para el otro lado”, “está sentado a la izquierda…” y luego con precisión matemática y a velocidad de “qué casualidad que nos encontramos porque no te estoy correteando” se pasaba justo al lado y, como quien no quiere la cosa, un saludito entre tímido y coqueto. Dejado atrás el carro tan correteado ¡AHHHHHHHHH! Miles de gritos de parte de todo el mundo.

Debo decirles que no siempre las muchachas éramos tan valientes como para mover la manito en el susodicho saludo. Más de una vez, llegado el momento del ‘encuentro’, nos agachábamos hasta quedar prácticamente acostadas en el piso del carro. ¡Quién ha visto tanta tontería! Nuestras habilidades sociales eran mucho más limitadas, es lo único que se me ocurre.

Sí, claro, entiendo que todo esto suena como una idiotez, pero en una época en que las salidas se contabilizaban en números de un dígito al mes y con papás o mamás o ambos presentes en el destino, este rato de libertad era lo más grande que a uno le podía pasar en la semana. Y, pasara lo que pasara, el domingo siguiente a las tres de la tarde todos los teléfonos de la ciudad empezaban a sonar: “¿Vamos pa’ la Balboa?”