No tengo que contarles que en esta familia nos hemos portado muy bien durante la pandemia. No sacamos salvoconductos “de mentirita”, ni nos escapamos en días que no tocaba; hasta el sol de hoy somos súper estrictos con el uso de la mascarilla, tanto en interiores como en exteriores, no deambulamos innecesariamente por los comercios de la localidad pues, a fin de cuentas, si ya aprendimos cómo se pide a domicilio, le podemos dar el ejemplo al Presi gastando menos combustible y que nos traigan las cosas a la casa.
Ni hablar de la vacunación, a la cual asistimos puntualmente tres veces. Bueno los abuelos hemos recibido tres dosis, los jóvenes, las dos que les han tocado.
En todo este panorama pienso que fueron los niños probablemente quienes más sufrieron pues para ellos es muy difícil comprender esto de que “no pueden estar con sus amigos” o que la escuela es virtual, así como todas las otras vueltas que bien sabemos hubo que dar para que no se les olvidara absolutamente todo lo que llevaban aprendido en sus cortas vidas.
Han transcurrido 20 meses desde que se decretó la pandemia y con ella el “encierro”. En esos 20 meses el grueso de la población estudiantil no ha puesto un pie en sus escuelas. Yo me rasco la cabeza, porque hasta donde recuerdo, a los maestros y profesores los “colaron” en la fila de vacunación nacional pasándolos por encima de otros grupos poblacionales que mostraban, incluso, niveles más altos de riesgo. Pero bueno, el que tiene corona, tiene corona. Lo que me pregunto es si no será obligatorio que quien tiene corona asuma sus funciones de “rey” y trabaje.
Hace un par de meses, cuando dos de mis nietos tuvieron la enorme suerte de poder empezar a ir a su colegio una o dos veces por semana, alternando con el sistema virtual con el que habían trabajado hasta el momento, sintieron una emoción muy grande, grandísima. Les cuento que la de segundo grado me llamó solo para contarme con su voz de felicidad absoluta que empezaría a ir a la escuela “semipresencial”. Si les digo que visitar Disney World no le habría causado una alegría mayor, no les estaría mintiendo. Yo me la podía imaginar por el teléfono brincando de la felicidad.
Entiendo y aprecio el esfuerzo enormísimo que se hace en su escuela para que las clases continúen con la menor cantidad de interrupciones posible a pesar de que la pandemia aún no ha sido erradicada. Me quito el sombrero con sus administradores. Sin embargo, no puedo menos que llorar por aquella población gigantesca de muchachos que dependen del sistema público de educación y que sigue en sus casas.
No es ningún secreto que sin pandemia la educación de nuestro pobre país andaba por la pata de los caballos. Imagínense lo que será en los próximos cinco o quizás diez años, que probablemente tomará que se ponga al día. Y hablo de esos términos porque creo en milagros y para que se logre en tan corto tiempo eso es lo que haría falta.
¿Qué se necesita para que los panameños abramos los ojos y entendamos de una buena vez que TODAS las desigualdades socioeconómicas de Panamá son producto de la PÉSIMA educación que ofrece el Estado a los panameños?