Creo que, llegando diciembre, esta se convierte en una de esas palabras que repetimos varias veces al día.
Todo perro y gato quiere organizar una reunión, una fiesta, un ágape, un intercambio de regalos, una visita a la abuela, un día de compras, un cafecito (aunque sea), en otras palabras, un evento para el que hay que sacar tiempo y horario en el calendario que de por sí nace con días en los que se juntan las rayas verdes, con las amarillas y las moradas caen encima de las dos anteriores. Quienes llevan Google Calendar me entienden.
Lo interesante es que uno, en el fondo del corazón, quiere encontrar la forma de que todo entre, de que todo quepa, de que no se quede actividad alguna en “para después”. Cualquiera diría que desde el 15 de noviembre publican en los noticieros que entre el 1 y el 31 de diciembre se acabará el mundo y se hace necesario completar absolutamente todo lo que llevamos una vida entera corriendo de pendiente de hoy a pendiente de mañana. ¡Ojo! Que hacer policía en el closet seguirá pasando a pendientes futuros, mas no así cafecito alguno.
Es pues diciembre, el mes de los malabarismos. ¿A quién se le dice que no cuando llama para extender una invitación que siempre termina con “puedes”?
Cualquier día del mes puede transcurrir más o menos así: a las seis de la mañana ya estamos maquillándonos para el evento de las 8 de la noche, porque ya saben que una vez que salgamos de la casa no la volveremos a pisar hasta la hora que le sonaron las campanas a la Cenicienta; salimos voladas para la oficina no sin antes empacar el maquillaje para el retoque y quizás una camisa adicional, hay que llegar por lo menos una hora antes a la ofi pues nos vamos a robar un tiempo extra a la hora del almuerzo y debemos reponerlo.
De siete a doce y media no despegamos el ojo de la pantalla y las visitas al baño las reducimos a un máximo de dos. Retoque, retoque y salimos a la una porque los almuerzos en estos días no son temprano y advertimos desde que llegamos que, a más tardar a las tres partimos como Flash Gordon.
Nuevamente inmersión total en el trabajo hasta pasadas las cinco y media porque tenemos que estar en el primer destino a más tardar seis y quince y el tráfico… ya saben, qué puedo decirles del tráfico.
Retoque, retoque ¿cambio de camisa? Llegamos a tiempo, comemos solo uno o dos bocaditos porque el almuerzo fue tarde y opíparo. Ocho de la noche nos despedimos con lágrimas en los ojos porque hay que seguir el peregrinaje. Retoque, retoque. Ya con menos tráfico llegamos al próximo destino ocho y quince, ocho y veinte. Aquí podemos soltarnos el moño. No hay más compromisos. Perdón, perdón… se me olvidaba que en casa nos esperan unos adornos de Navidad que no han encontrado su destino final.
Así pues, llegando al hogar con los zapatos en la mano, vamos directo a la sudadera y la escalera a ver si por fin la casa queda en orden y vestida de Navidad de una buena vez. Dos de la madrugada cerramos la última caja de adornos. Cama, sueño cortito, despertador cinco de la mañana porque esto es como el champú “enjuague y repita”.
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