Un día cualquiera, a mediados de la década de los setenta mi mamá me hizo una invitación. Decía algo así “mijita, mi tía América está muy enferma y la quiero ir a visitar, ¿quieres venir conmigo?” Yo, que siempre he sido de anotarme para todo, le dije que sí. La tía América vivía en David, Chiriquí, en una casa sobre una de las calles principales que tenía un gran patio en el que por años había vivido un “venaíto”. Cosas que uno recuerda.

La tía América, y el tío Félix Abadía, hermano de mi abuela Mami Loli, vivían en David porque él había ido a trabajar al ferrocarril y al encontrarse con una encantadora chiricana, quien entre otras cosas hacía un picante delicioso, nunca más volvió a la ciudad capital. Los había conocido años antes pues cada vez que visitábamos la susodicha provincia, pasábamos a saludarlos.

De ese día hay cosas que recuerdo muy claramente y otras no tanto. Por ejemplo, no sé cómo viajamos del aeropuerto a la casa de los tíos, seguramente alguien pasaría a recogernos, o tomamos un taxi, no lo sé, el caso es que llegamos. La tía Tere, hija menor de los tíos y la más coteja con mi mamá estuvo presente toda la distancia por lo que pienso que quizás ella sería el chofer ese día.

Llegando, sentada en el portal, había una muchacha que podía yo calcular que tenía la misma edad que yo, o muy parecida, visitando a su abuela. Me la presentaron como Tucky. Yo, que vengo de una casa en la que hay apodos, ni siquiera pregunté la procedencia del particular nombre, pero sí me llamaron la atención sus hermosos ojos celestes, transparentes como aguamarinas y un carácter jovial gracias al cual inmediatamente me sentí que la conocía de toda la vida. Por ser ella hija de otro de los primos hermanos de mi mamá, concluimos que éramos ser primas segundas.

La visita y el contacto con Tucky terminaron ese día, pero la vida se encargaría de que nos volviéramos a encontrar y el segundo encuentro fue definitivo, no frecuente, pero definitivo. Y así, de encuentro en encuentro, descubrí lo que había detrás de aquellos ojos. Descubrí a una de las personas más buenas del mundo, más generosa. Baúl de historias maravillosas de aquella familia que compartíamos.

Con Tucky siempre había risas, muchas, muchas, muchas; y sabíamos que una invitación suya a cualquier cosa significaba un derroche de atenciones siempre envueltas en un halo de humildad total de su parte. Estar con ella ofrecía una sensación de paz impresionante, porque ella estaba en paz con Dios y con la vida.

Ayer, cuando nos tocó ir a la iglesia a despedirla, pues ese Dios que ella tanto quería la llamó a su lado sin previo aviso, sentí que esa misa, ese amor que se respiraba en el ambiente, eran cien por ciento Tucky que desde el cielo nos “atendía” y nos regalaba un poquito de esa paz con que caminó por esta tierra. El sacerdote nos recordó, que a pesar de la tristeza “mayor debía ser el agradecimiento” por haberla tenido en nuestras vidas. Palabras sabias que resumían una vida y una persona que jamás olvidaremos. Adiosito Tucky, no olvides que acá quedamos los que seguimos necesitando de tus cuidados.

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