Entre los pocos recuerdos “de política” que tengo de mi infancia uno bastante arraigado es que el día de las elecciones los niños se quedaban en casa. No era un día de fiesta ni de paz ni de compartir en familia. Se escuchaban rumores, que luego probaban ser ciertos, del robo de urnas y otras ilegalidades que en mi mente infantil parecían ser frecuentes. Y los nombres sonaban conocidos pues vivíamos en un país pequeñito. Hablo de los años sesenta.
Llega la dictadura y no tengo que detallar lo que ocurrió pues es por todos conocidos. Así pues, desde el día uno de aquella etapa que empezó en 1968, los panameños empezamos a soñar con el regreso de la DEMOCRACIA. Y la democracia llegó y fuimos felices y celebramos y soñamos aun más. Soñamos con que a partir de ese momento nuestro adorado país podría florecer como se merece.
Soñamos con que todos los niños del país tendrán acceso a una educación cónsona con los tiempos que vivíamos, soñamos que nuestros recursos naturales -ojo… playas, bosques, ríos, montañas- atraerían turistas entusiastas que volverían a sus países a decir que la experiencia panameña había sido la mejor de la bolita del mundo amén y que todo aquel que tuviera los medios debía vivirla. Soñamos con carreteras que condujeran a esos mismos turistas a cada uno de esos destinos, por recóndito que fuese, soñamos que en Panamá reinarían el orden, la honestidad y el trabajo honesto. Pero pasó el tiempo y cada mañana despertábamos a la triste realidad.
Con la confianza e ingenuidad de un niño de cinco años –y ahora que lo pienso esa debe haber sido la edad política que teníamos hace veintitrés años– pusimos el país en manos de gobernantes que algún día nos hicieron creer que podían cumplir con nuestros sueños. No fue así. Cumplieron con SUS sueños. El anhelo desmedido por poder y dinero les hizo olvidar en corto tiempo que su responsabilidad era conducir a su patria al destino que se merece, porque en Panamá hay gente buena, honesta y trabajadora.
Lo triste de esta situación es que en el camino fueron “recogiendo” mas y más panameños que, ante el ejemplo del gobernante corrupto que vive feliz en el universo de impunidad en que se ha convertido el país, comenzó a pensar “¿y yo por qué no? Y así, de uno en uno y de dos en dos, el ejército de corruptos -de todos los estratos sociales- fue creciendo hasta convertirse en una masa gigantesca con suficiente poder para hacer lo que le diera la gana. Y lo hizo.
Y pasó lo que pasó. Que finalmente los honestos se dieron cuenta que no estaban solos y que si se unían podían detener “a los malos”, que ahora resulta que nadie sabe dónde están pues, como todos los bullys, son cobardes. Sin embargo, entre el maremágnum de ciudadanos honestos pululan los que buscan la desestabilización permanente del país. Con esos hay que tener mucho cuidado, pues son capaces de llevarnos a que el remedio sea peor que la enfermedad.
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