Me imagino, que al igual que yo, cuando va llegando el jueves ya están a punto de tirar los Corona-noticieros por la ventana. Cierto que hay que mantenerse informado, pero llega un momento en que ya la cabeza no da para manejar más información, sobre todo cuando hay que estar espulgando entre las noticias verdaderas y las mentirosas. Estas últimas muchas veces sobrepasan a las primeras.
Les digo esto porque luego de cuatro meses de encierro perfecto y silencio total sobre el tema, compartiré con ustedes dos o tres palabras sobre el covid-19. Aclaro que lo hago más que nada porque como esta columna es literalmente mi biografía no quisiera que al momento en que pretenda reconstruir mi vida resulte que le falte este pedazo solo porque no me dio la gana de hablar sobre el dichoso bicho.
La razón principal por la que no he tocado el tema es que no me siento capacitada para hacerlo. No soy médico, no soy investigadora científica, no soy persona con mando y jurisdicción (aunque me parece que de esas no hay), no soy ni dueña ni gerente ni presidente de empresa ni grande ni mediana ni pequeña así es que díganme ustedes cuál de todos estos temas podría desarrollar en esta página.
Lo que sí soy, modestia aparte, es una ciudadana modelo que ha cumplido con todas y cada una de las reglas/leyes/decretos/ sugerencias y mandatos de las autoridades para tratar de controlar este virus que anda más desbocado que el Correcaminos. No he salido ni un lunes ni un miércoles ni un viernes, punto. No me ha hecho falta pues me cuento entre los afortunados que pueden pedir entrega a domicilio al chino de la esquina y a otros comercios y, además, puedo vivir sin aquello que no me pueden traer a casa sin que yo tenga que asomarme a pagar la cuenta. Entiendo que hay cientos de miles de panameños que no pueden beneficiarse de esta comodidad así es que, si mi aporte es no sumar a la gente que anda por la calle, pues lo hago feliz.
Cerrando este párrafo me doy cuenta de que no he dicho toda la verdad pues de mi encierro perfecto salí por diez días a la casa de mi mamá que estaba sola en su encierro desde antes que yo, con medidas igual de estrictas que las mías. Fue pues una migración de encierro a encierro sin paradas intermedias.
Hay quienes me preguntan si me desespero en la casa y la verdad es que no. Hay también quienes concluyen que durante este tiempo he procedido a revisar, botar, limpiar y ordenar cada rincón de mi casa y les digo lo mismo, ‘la verdad es que no’. Otros quieren saber si terminé aquel proyecto o empecé otro. La verdad es que no. Pero no se confundan, no es que me paso el día panza al aire pensando en pajaritos preñados ─aunque siempre me ha fascinado elucubrar sobre dichas aves─, hago cosas, algunas que me gustan y otras no tanto, pero vagancia no hay. Excepto, quizás, las primeras dos semanas en que me otorgué unas vacaciones perfectas durante las cuales no tenía absolutamente nada pendiente.
Durante ese tiempo si escribí artículos para esta revista fue porque los dedos me lo pedían, más no así el diario La Prensa; y si leí algo, fue porque el cerebro así lo quería no porque necesitaba ser leído y luego entregado. Honestamente, desde que se inventó la Internet no he tenido jamás una vacación. Cierto que he viajado y paseado, pero siempre tengo algo que entregar pues el mundo no se detiene porque uno se suba a un avión a un tren o a un bus. Me imagino que alguno de ustedes recordará los tiempos en que las horas de camino se usaban para adelantar un buen libro o repasar una revista inútil.
Y si bien todavía el encierro no me tiene hablando sola, cuando llegan los domingos y veo la cocina con las pailas bocabajo y la sala en orden perfecto porque no hay hijos ni nietos ni sobrinos que pasen por aquí a comerse cualquier cosa a cualquier hora ni a formar un reguero espantoso de juguetes por todos lados, la nostalgia se apodera de mí. Los extraño. Me gustaría que pudiéramos volvernos a visitar y abrazar, pero la cabeza todavía me funciona y me trae rápidamente a la realidad. A esa realidad que ha llegado para quedarse por buen rato y la alegría de verlos es reemplazada por la alegría de saber que están sanos y salvos.
Porque, volviendo a las noticias que a veces omito, es poco lo que se sabe del señor 19 y nos pasamos la vida en un ‘que sí, que no y lo más probable es que quien sabe’. Mientras la situación perdure este cuerpo se quedará guardado. Quién sabe, a lo mejor cuando se abran las puertas del mundo el pelo me llegará a la cintura como cuando estaba en el colegio. O, me lo habré cortado yo misma, como cuando estaba en la universidad. Ya les contaré.