Yo no sé cómo funciona en otras familias, pero en la mía cada memoria viene casada con un ‘cocinao´, empezando con los que hacíamos con lodo en el patio de la casa y luego con algunos más sofisticados como untar mantequilla de maní en un pan y coronarla con jalea a fin de convertirlo en un almuerzo campestre. De la mano de este manjar podían viajar docenas de huevos duros empacados en la misma caja en que habían llegado a casa los crudos y que resolvían cualquier picnic en un abrir y cerrar de ojos pues todos sabemos que hasta vienen con su propia envoltura hermética.

 El otro día se me antojó armar una cacerola de esas que fueron muy populares entre los años cincuenta y setenta porque, no solo eran fáciles de preparar, sino que con pocos ingredientes de precio razonable se alimentaba una tropa y en aquellos días las familias no eran de medio niño y 3 perros sino más bien de seis o siete niños y varios perros.

 Dado que la comercialización de comestibles en aquellos días se amplió para incluir productos semipreparados que le hacían la vida más fácil al ama de casa en las estanterías aparecieron las sopas concentradas que con solo añadir agua lo leche daban suficiente para cuatro platos. Los frijoles se enlataron, al igual que muchos vegetales y frutas como el maíz, los guisantes, los “vegetales mixtos”, los duraznos en almíbar y el nunca bien ponderado tutti fruti.

 Con todo esto a mano estas susodichas cacerolas se armaban en un “abrir y cerrar de latas”, literalmente. ¿Y quién no se apuntaba para esos atajos cualquier domingo del mes? De hecho, las revistas “de señoras” publicaban montones de recetas de este tipo contratadas por las distintas marcas que deseaban promover sus productos. Yo conocí álbumes enteros en los que se desplegaban decenas de estas recetas recortadas de revistas.

 Esto me lleva a esa reiterada conclusión de que cada plato viene con su historia, sus memorias y sus anécdotas. No conozco yo un arroz con pollo que no lo lleve a uno a viajar a los almuerzos familiares y traiga a relucir secretos familiares. Que si Juan espulgaba los petit pois —porque en Panamá siempre hemos hablado así en lenguas mixtas— y los botaba debajo de la mesa, que si Margarita repetía tantas veces como la dejaran, que si el abuelo se quejaba de que “hasta cuándo arroz con pollo”, que si se acuerdan cuando la cocinera le puso vainilla en lugar de salsa china. En fin, por ahí va la cosa.

 E, inexorablemente, después del arroz con pollo vienen los helados de guanábana o de jobo agarraditos de la mano con el manjar blanco y hasta las galletas María que la abuela mantenía “dizque” bajo llave en su closet y más adelante salen a relucir los chicharrones con pelo de la fonda qué se yo y nunca falta la sandía enfriada en el agua del río en que los muchachos también nos refrescábamos. ¡Qué delicia de vida! ¡Que vivan las cacerolas que me han hecho recordar todo esto y mucho más!

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.