Mis memorias de la infancia son, en algunos casos, nítidas y muy detalladas y en otros, pues entre difusas e inventadas. Por ejemplo, me puedo ubicar claramente en la oficina de mi abuelo Papa Juan en la plaza 5 de Mayo, sobre la Avenida Central, vestida de pollerita montuna viendo pasar el desfile de carnaval con su Domitila, su Calixto Kilovatio y demás personajes. Pienso, por la imagen que veo en la mente, que yo debía tener entre cuatro y cinco años máximo, considerando que cuando él murió yo iba apenas raspando los diez.
La ubico en un edificio de madera -que bien podría haber sido de mampostería-, pero no me parece, en un segundo o tercer piso al que se accedía por unas escaleras que crujían bajo nuestras pisadas y que me lucían oscuras y a ratos tenebrosas. Uno o dos edificios antes de esta edificación estaba aquella en la que descansaba, en su planta baja, la Casa Fastlicht, aquella legendaria joyería que hasta bien entrados los años setenta todavía producía piezas de joyería hermosas. Enfrente Felix B. Maduro donde todos queríamos ir a pasar largos ratos en su maravillosa juguetería mientras la mamá compraba ropa u otros artículos en los pisos inferiores.
En realidad, por muchos años, la Avenida Central era el lugar donde se iba de compras y yo, siempre chicle de mi abuela la visité innumerables veces. Me fascinaba el Bazar Francés al que se entraba por la Ave. Central y era tan grande que tenía una salida por la Ave. B, pero honestamente era la escalera divina, cubierta con una alfombra roja, de Chambonett y la Quinta Avenida la que me hacía sentir como princesa de cuentos de hadas.
Sin embargo, no eran solo los grandes almacenes lo que tentaban mi imaginación. Justito después de Felix B. Maduro, sobre la misma mano, encontrábamos al Army & Navy donde mi mamá conseguía la tela de khaki con que le mandaba a confeccionar los pantalones de trabajo a mi papá. Eran los únicos que usaba. Los únicos que usó por siempre y para siempre. Y más adelantito la relojería del señor Emilio, cuyo apellido nunca supe, pero como era amigo de mi papá del Club de Yates y Pesca siempre nos atendía con mucho cariño.
Emilio tenía un local pequeñito -incluso para los estándares de una niña-, pero de ahí salió el primer reloj de gente grande que tuve. Creo que tenía como doce años cuando me lo regalaron para un cumpleaños y todavía sigue dando vueltas por alguna de esas cajas de cosas del pasado que guarda mi mamá. Me parecía -y aún me parece- hermoso. Es dorado. La caja no es ni redonda ni cuadrada ni rectangular. ¿Podría ser un óvalo con las puntas chatas? La correa delgada y, por supuesto, había que darle cuerda. Eso era parte de la vida: darles cuerda a los relojes.
Si el asunto era mandar a hacer una hebilla de oro para regalar a un recién nacido o reparar la de mi papá o regalarle una nueva, el destino era la joyería La Mina de Oro del señor Ditrani en Santa Ana. Me encantaba ver a los joyeros, siempre con aquel aparatito que se ponían en un ojo para ver de cerca la pieza que se les mostraba y que inexorablemente apoyaban sobre un tapetito de pana o terciopelo para que no sufriera.
Y más allá, en realidad mucho más allá, llegabas adonde Kardonsky a comprar radiecitos Sanyo al por mayor. Claro que sin dejar de visitar La Villa de Caracas para telas y la Librería Cultural para aprovisionarnos de libros. Tendré que seguir el recorrido otro día, se me acabó el espacio.